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Neobarroco

Un grupo de tuiteros comenzamos una broma en tuiter. Y las bromas, para que resulten graciosas, han de ejecutarse con perfecta seriedad. Es una máxima del humorismo, sólo es gracioso cuando los protagonistas de la broma la desarrollan completamente en serio. Así nació el movimiento Neobarroco {nβrr} [muchas veces  lo simbolizamos así] en esa red social. Una reformulación del Materialismo Filosófico desde la institución de la lengua española encarnada en bits y algoritmos. Una búsqueda de dirección, un vector en el nuevo contexto tecnológico que arrancase a mediados de los años 90.  

La idea no es original, por supuesto, es la aplicación de una perspectiva formulada en aquellas últimas cuatro lecciones que impartiese Gustavo Bueno -el filósofo moriría en agosto de 2016- , el curso se titulaba «La querella de las artes y las ciencias», en  noviembre de 2015 en la Fundación Gustavo Bueno. En aquellas disertaciones finales del filósofo riojano no se expuso ninguna doctrina magistral, fue algo más simple: un método, un punto de vista, con el que enfocar los problemas de nuestro presente en  marcha. La perspectiva consistía en tomar distancia y retrocediendo hasta la figura  histórica de la Monarquía Barroco-Católica, plantearse los problemas del mundo presente desde ese lejano punto de fuga. Observarnos a nosotros mismos con la  extrañeza con las que nos mirarían las figuras de un lienzo de Velázquez. Mirar el presente con los ojos del aposentador José Nieto, el hombre retratado en «Las  Meninas» saliendo por una puerta al fondo del cuadro. 

El término «neobarroco» tampoco es novedoso. Es un concepto relativamente viejo que surgió como rótulo estético en el siglo XIX. Pero que se recargó de connotaciones intelectuales más profundas a finales del siglo pasado. 

Historia del término «Neobarroco»

En el año 1987 Omar Calabrese (Florencia,1949- Siena,2012), profesor de Semiótica del Arte de la Universidad de Bolonia, publicaba «La era neobarroca». Un texto en el que con un juego de pares o binomios intenta redefinir la idea de post-modernidad estudiando «el gusto de nuestra época» (la de aquellos años 80 del S XX) en las diversas expresiones estéticas y artísticas, desde las vanguardias de comienzo de siglo a los productos televisivos de los medios de comunicación de masas de esas décadas  finales. Calabrese no trata de explicar un periodo histórico o época, simplemente está entrando en debate con autores clásicos del posmodernismo como Deleuze o  Lyotard e intenta reformar el concepto de posmodernidad en el contexto del  desarrollo de los grandes medios de comunicación de masas audiovisuales. Categorizar esos fenómenos dentro de la academia. El libro convirtió al semiólogo italiano en el pope de un campo nuevo, en un «teórico del neobarroco». 

El término «neobarroco», con esta intención, tampoco es original de Calabrese. En  realidad lo tomó del escritor cubano –que vivió y murió en París- Severo Sarduy  (Camagüey, 1937-París,1993), apareció por primera vez publicado con este sentido en su ensayo «El barroco y el neobarroco» parte del libro «América latina en su  literatura» (1972). Sarduy toma el barroco como seña de identidad de esa América Latina (término que niega el de la América española) construida desde la industria editorial francesa que está publicando en ese tiempo a los autores del boom latinoamericano. América Latina se presenta como un mundo exótico visto y hecho a  medida desde la Europa posmoderna de París. Si Europa es el clasicismo, América Latina será el barroco. 

Otra obra de Sarduy titulada «Barroco» (1975), profundiza en la senda abierta en el  ensayo publicado en 1972 y por casualidades editoriales entra en diálogo con un libro, también publicado un año antes por el prestigioso historiador español José Antonio  Maravall, que lleva por título «La cultura del barroco» (1974). El barroco de Maravall sigue los patrones clásicos de la historiografía liberal europea: es una época que se caracteriza como conservadora, represiva, en la que las monarquías europeas ante una  grave y prolongada crisis económica despliegan todo un aparato de poder que  pretende controlar a la población y afirmar las instituciones que rigen la sociedad. El  barroco representado en la obra de Maravall se tiñe de oscuro y de leyenda negra. No se salvan ni las más brillantes representaciones artísticas, a las que antes de este libro había dedicado una obra «El teatro y la literatura en la sociedad del barroco» (1972); el teatro se interpreta como instrumento de adoctrinamiento de masas en los valores de las clases dirigentes, como un instrumento de control psicológico de las masas (¿nos recuerda algo?); Góngora y su obra poética tienen por objetivo el convertir al idioma español en una institución imperial, en la que se demoniza la navegación, el descubrimiento de América y la movilidad social que eso logra, Soledades es el ejemplo de un ideal arcaico de vuelta al arcaico mundo pastoril frente a la modernidad viva y activa. En resumen: Góngora, Calderón, Cervantes, son brillantísimos; pero  nos muestran un mundo decadente, conservador y un punto siniestro, en el que unas élites gobernantes no tienen más horizonte que mantener sus puestos mediante un control férreo de las masas. 

Por el contrario en la obra de Sarduy se construye una “época barroca” en la que no  hay tintes oscuros. Lo barroco es extremo, desordenado, abierto, el predomino de la  curva, la negación de una geometría centrada que será la seña identificativa del  período renacentista anterior, tan ordenado. El símbolo de lo barroco será la elipse descrita por los planetas en su orbitar. Pluralidad de centros frente a la circunferencia que formaliza Kepler en su revolución astronómica. Sarduy, al contrario que  Maravall, interpreta lo barroco como revolucionario, una revolución científica que se  refleja en lo social, político, literario y estético.  

El escritor cubano cargará de significado el término «neobarroco» para enfrentar la  crisis de la modernidad que se está viviendo en esos años 70 del Siglo XX. Las  expresiones artísticas, intelectuales, literarias e incluso las políticas -el propio Sarduy  participará en la Revolución cubana y su estancia en París no tendrá motivos  políticos- de América Latina son un fenómeno «neobarroco». Es el rótulo elegido para  confeccionar una nueva categoría bajo la que se agrupe esa expresión  latinoamericanista de finales de S. XX, que nunca encajó en los parámetros de la  modernidad clásica y que tampoco acababa de amoldarse a los esquemas de la  posmodernidad.  

Planteamiento sugerente el de Sarduy; interesante y provocador, mucho más que el de Omar Calabrese, pero a fin de cuentas fallido. Y resulta fallido por los propios criterios que nos ofrece para entender la época barroca. El autor cubano propone algo  que no encontraremos en Maravall o en Calabrese: incorporar los adelantos técnicos y  científicos como ejes directores del análisis de épocas históricas como el barroco. 

Calabrese y Maravall se centran en aspectos sociales, económicos y políticos, pero los  aspectos científicos en su construcción de la época histórica son considerados, sí,  pero quedan relegados a un lugar secundario. 

Sarduy escribe desde un presente en marcha en el que se intuye -ni siquiera se puede  decir que se vislumbre- el fin de algo. El fin de la modernidad clásica, la fraguada en  el S XIX con la máquina de vapor de Watt. Pero aún en esa década de 1970 todo sigue como estaba en el mundo del clasicismo decimonónico. La gran industria del  pensamiento es la misma industria editorial que arrancase a mediados del S XVIII. Los idiomas aún continúan tomando cuerpo material en tinta y papel. No hay cambios tecnológicos popularizados aún que puedan anunciar algo diferente. Pero, sin embargo, un cubano en París parece darse cuenta de que hay un rumor muy al fondo que  anuncia cambios de profundidad. 

Si en Calabrese, un profesor de Bolonia, encuadrado en la academia y el pensamiento  centroeuropeo, miembro canónico de «La catedral» de la que habla Curtis Yarvin, no nos interesa el término la interpretación de «neobarroco» como ampliación o modulación del campo de la posmodernidad. Sí que nos interesa en los términos de Sarduy, a pesar de que tenga las lentes de la posmodernidad puestas, porque estamos ante un hombre que reconoce desde fuera, desde París, que su mundo es distinto, que  su mundo pertenece a un ámbito de razón diferente. Pero falta el salto tecnológico. Falta el salto tecnológico que se dará 20 años después en los 90. ¿Qué hubiese  teorizado Sarduy a la vista de los textos con hiperlink en pantallas de ordenador? ¿Cómo habría interpretado las redes sociales? Nunca lo sabremos, pero estoy seguro que ante el cambio de soportes y estructura de materiales algunas de sus reflexiones sobre el papel clásico le parecerían ingenuidades. 

Aquellos intelectuales latinoamericanos del S XX asentados en París veían perfilarse  desde la lejanía una enorme selva. Intuían un fenómeno cultural que los desbordaba, pero aún estaba todo demasiado confuso para acertar con claridad. Debía transcurrir  más tiempo. 

La universalidad barroca 

Nosotros interpretamos el barroco no como una época histórica o como un fenómeno estético o cronológico ceñido a unos determinados siglos. Para nosotros el barroco se  trata de una figura histórico política en la que se conformará una “razón”, una  cosmovisión genuina que quedará depositada secularmente en la lengua española. El barroco es la Monarquía Barroco-Católica o Hispánica que cristalizará en los S XVI  y XVII, los siglos de los grandes descubrimientos, tras un largo período de  preparación histórica. También en ese tiempo histórico, dialécticamente, aparecerán además de nuestra “razón”, otras dos “razones” o cosmovisiones más que constituirán  lo que hoy denominamos occidente. Son programas a escala de plataformas que  cristalizarán en un principio en teologías, más tarde en fórmulas estatales y por  último, en nuestro tiempo, como lenguas a escala tecnológica. Estas tres formas de “razón” se han enfrentado, han combatido, han construido Occidente en su lucha,  imponiéndose unas a otras en el paso de los siglos. Y las definiremos según las  categorías acuñadas por Juan Bautista Fuentes Ortega; otro filósofo cercano, aunque  heterodoxo, al materialismo filosófico: 

-razón histórico-vital hispana->{nßrr} Neobarroca (S XXI)  

-razón pura germana-> Neocarolingia o Tecnodespótica (S XXI) 

-razón analítica anglosajona o anglo-norteamericana-> Transhumanista (S XXI) 

La nuestra es la barroca expresada teológicamente en la segunda escolástica. Es el  producto de la universalidad generada a partir de 1565, cuando Urdaneta encuentra la  ruta de vuelta del Pacífico y cierra geopolíticamente los dominios de la Monarquía  Católica. Técnicamente era un cierre geopolítico que entroncaba con un concepto de  la vieja Roma: se había logrado restaurar la norma del imperio romano del «mare  nostrum», conformar una especie de «oceanus nostrum». 

Roma tenía como norma imperial que ante cualquier masa de agua hubiese un romano asentado en cada orilla. La hazaña de Urdaneta había logrado que los pilotos de la Monarquía pudiesen navegar las aguas del Pacífico remontando las corrientes  del kuroshivo -secreto preciadísimo de la náutica de la época durante décadas convirtiendo al Pacífico en el lago español. La Monarquía no había descubierto el  Pacífico: lo había construido tecnológicamente. Sus instituciones técnicas como la Casa de Contratación de Sevilla, sus pilotos, sus cosmógrafos y cartógrafos,  construyeron literalmente un «Mundo Nuevo» que transformaba los viejos parámetros  medievales. Levantaron sobre el papel un mundo que era completamente novedoso  para el imaginario medieval, pero también para el renacentista. Todos los océanos eran navegables para los pilotos españoles. 

Las condiciones técnicas estaban dadas para la configuración de un “ethos hispánico” producto de conjugar las tecnologías de la navegación, la forma político-religiosa de  la Monarquía Hispánica como exoesqueleto de comunidades católicas, y una novísima relación con el canon de la cristiandad medieval reformulado dos años antes con la clausura del Concilio de Trento en 1563. Con la publicación en 1597 de las «Disputaciones metafísicas» de Francisco Suárez el concepto de universalidad cerraba  por completo. 

El barroco era la Monarquía Hispánica, por encima del Vaticano. La Monarquía  representaba una forma de universalidad realmente existente que era tangible, que se  tocaba, que se confirmaba en los viajes de los galeones, en la fundación de ciudades a  lo largo del continente americano, en los combates de los ejércitos en el norte  europeo. Era una ontología con una «idea de tiempo» que defendía con sus soldados y  pregonaban sus órdenes religiosas por el mundo, era la idea de «eternidad del Dios católico» como límite de lo humano.  

La idea de que el cuerpo era la base de una civilización. Cuerpos lanzados al mar en  busca de trascendencia haciendo camino como Quijote y Sancho, los arquetipos del  nuevo hombre barroco. Un «Humanismo Católico» que valoraba el cuerpo limitado, la acción pequeña pero trascendente que recurría en una comunidad que se sentía depositaria de aquella idea de universalidad; como en cada oblea de la comunión está  al mismo tiempo la parte y el todo del cuerpo de Cristo, así aquellas repúblicas urbanas católicas eran villorrios perdidos en el extremo de un imperio gigantesco y al mismo tiempo eran el imperio entero en sí mismas.

El modelo orientador es la teología de la segunda escolástica del barroco-católica , expresado en dos lenguas: el latín y el castellano. Haciendo una analogía matemática es como si esta universalidad de los hispanos fuese un vector que se formulase algebraicamente en infolios escritos en latín: Autores: Suárez, Vitoria, Molina, etc; y  esa formulación algebraica se representase gráficamente en español en autores como  Cervantes, Calderón, Gracián, Góngora, Feijóo

Frente a esa universalidad, casi de inmediato, nacerían sus negadores: los  anglosajones del período isabelino y los protestantes germanos. Dos modernidades que nacen como lo antibarroco, la negación de la esencia de los barroco, pero que paradójicamente en su germen inicial se ven inevitablemente contaminadas de esas formas barrocas que lo anegan todo (como hoy una china de modos norteamericanos). Este germen de formas barrocas de la modernidad madurara en neoclasicismo en los  siglos XVIII- XIX y sepultará al universal barroco católico gracias al control de nuevos desarrollos tecnológicos como la máquina de vapor o el la conformación definitiva de ciencias duras como la química.  

En esos dos siglos XIX y XX las dos cosmovisiones vencedoras, «analítica  anglosajona» y la «pura germánica», han negado a la tercera, la histórico vital hispana, de una horma implacable estableciendo que nada se pueda pensar en español, que nada dicho en español tiene relevancia en lo tocante a los asuntos universales del  mundo en marcha. Lo peor es que nosotros mismos hemos comprado esa mercancía  averiada.  

Un nuevo cambio tecnológico 

Dos siglos después, tras el estallido de la bomba atómica, el desarrollo de los sistemas de comunicación, primero militares y luego civiles -especialmente en el campo económico (el Big Bang financiero de la City de Londres de 1987)-, el desarrollo definitivo de las redes de internet, la aparición de la redes sociales (que han herido de muerte a «La catedral» de Curtis Yarvin), la Inteligencia Artificial, los metaversos,  etc. Han supuesto un nuevo cambio de agujas en la escala tecnológica. 

Las tres cosmovisiones que en el siglo XVI y XVII se presentaron como teologías: católica/ luterana-galicanismo/ anglicana-calvinista; más tarde como cristalizaciones  políticas con referencia estatal: tradicionalismo católico/republicanismo laicista/liberalismo agnóstico; hoy se modulan otra vez teniendo como eje la  institución lingüística: neobarroco ateo-católico/tecnodespotismo estatalista/  transhumanismo tecnodeísta. 

Los que tienen la baza tecnológica en sus manos son los transhumanistas tecnodeístas anglosajones. Son los que están construyendo el mundo en el que viviremos este siglo al menos. Pero creemos que esa idea de universalidad perdida del barroco es recuperable. Se puede restaurar, aunque de forma crítico-negativa utilizando un esquema como el que propone el neobarroco ateo-católico.

El {nβrr} no quiere restaurar el imperios, ni volver a la Monarquía Barroco-Católica, sino utilizar esas figuras ya perdidas como esquemas crítico-negativos para confrontar  a las propuestas de las otras razones. Desde la escala del neobarroco nos damos cuenta del peligro de la modulación tecnológica de estas cosmovisiones tradicionales hoy actualizadas en transhumanismo y tecnodespotismo. Especialmente peligrosas por su menosprecio a lo humano y su adoración del becerro tecnológico. 

Desde este punto de vista el «humanismo católico» ha sido laminado por la revolución industrial del S XIX que entronizó el progreso infinito y sin límite (muchos se quedaron fascinados aquí por ello) y nunca volverá en aquella forma. El vector católico expresado algebraicamente en latín es una referencia arqueológica que  hay que tomar con distancia; aunque su estudio es obligado. 

Pero queda la lengua española en la que sobrevive la representación gráfica de la concepción ontológica de aquel humanismo vitalista. Y la lengua, en el S XXI, es la institución fundamental en el nuevo desarrollo tecnológico. Es por tanto nuestro deber tratar de restaurar en la medida de lo posible aquella ontología.  

Si la bomba atómica de Oppenhaimer voló el mundo troquelado en morfologías de escala «recinto cerrado», las naciones canónicas de la Europa liberal, para dar paso de nuevo a un mundo de espacios amplios fractales: océanos digitales. Toca volver a  echarse al mar. 

No sabemos navegar. Pero tenemos una brújula que es la lengua: el español, tiene insertos el código que nos puede orientar. Cada metaverso es un océano fractal electromagnético. La lengua es una frecuencia que nos guía para navegar sin chocar  con arrecifes, además de un contenedor software histórico que nos puede ayudar a  construir nuestro propio océano. 

Hay que navegar…

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