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No vuelvan a Corfú

Estas últimas noches he regresado a uno de esos sitios de los que, no habiendo estado nunca físicamente, uno no puede irse, no puede escapar. Supongo que ustedes también lo habrán sentido alguna vez. No es que uno quiera huir o se empeñe en abandonarlo, sino que, sencillamente, cuando se ha estado ahí es imposible que nuestros pensamientos, deseos o anhelos no queden impregnados con el aire imaginario de ese lugar. Estas últimas noches, como les decía, he vuelto a Corfú, he vuelto a Los Durrell y ahora, con este artículo, más que proponerles que me acompañen en el regreso, vengo a desanimarles, a ahuyentarles y a disuadirles de hacerlo. Pues para ir (o volver) a este estupendo lugar donde, tanto por razones climatológicas como emocionales, siempre hace sol, hay que ser digno de ello. Por presuntuoso que suene y pese a quien le pese.

Para empezar y hablando a calzón quitado, no vuelvan a Corfú si van a recomendarla después como una serie para el verano. No. Los Durrell se pueden y deben ver en cualquier época del año. No vuelvan, tampoco, a Corfú, si saben que no son enamoradizos. En Los Durrell uno tiene que enamorarse hasta los huesos de Louise, la madre, y de sus cuatro retoños: Leslie, Lawrence, Margot y Gerald; sobre todo de Gerald. Y uno tiene, además, que dejar sitio para el resto de personajes que nos enseña, como el adorable naturalista y sabio Theodore Stephanides o, claro, el encantador Spiro Halikiopoulos. Ya saben, o ya sabrán, de quien les hablo. No vuelvan a Corfú si no van a obsesionarse con su fotografía y vestuario. A Los Durrell sólo son bienvenidos quienes al ver a Larry con su camiseta de rayas marineras y sombrero Panamá tienen el inevitable impulso de comenzar a vestir así. Aunque vivan en Madrid donde, ya lo dijo la canción, vaya, vayaaquí no hay playa. 

No vuelvan a Corfú si no están dispuestos a bailar su pegadiza banda sonora, o a llegar a crear una playlist de música griega en la cuenta de Spotify Premium, sin anuncios, además. No vuelvan a Corfú si van a hacerlo con una actitud de turista. Esos que hoy en día masifican bonitos lugares y que, quedándose únicamente con la anécdota de haber pasado por allí, se limitan a poner el dichoso tic en la lista de lugares que hay que visitar o series que no se qué revista dice hay que ver al menos una vez en la vida. No vuelvan a Corfú si no lo hacen necesitados de un bálsamo para los tiempos revueltos o de una medicina contra los disgustos. No vuelvan a Corfú si no se la van a tomar como ese remanso de paz, talento, sensibilidad, humor y buenos diálogos que verdaderamente es. Y tampoco vuelvan si van a ser de esos incapaces de entender que no es una adaptación de las maravillosas historias de Gerald Durrell, sino que sencillamente se inspira en esa fantástica trilogía —Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses— que, por otra parte, todos deberíamos leer y dar a leer.

No vuelvan a Corfú si sus pupilas no toleran las cosas que brillan demasiado, luminosas y alegres. No vuelvan a Corfú si son incapaces de soñar, de bromear con que uno sabe hablar griego añadiendo un -opolos o un -atides al final de cada palabra y de tomarse algo con despreocupación y liviandad. A Los Durrell hay que llegar con el profundo deseo de tener una villa allí, al pie de una colina y a orillas del Jónico, apuntalada por cipreses altos y esbeltos. A Corfú hemos de volver buscando el refugio donde comenzar una nueva vida, un lugar donde respirar, un puerto en la tempestad, una última escala. Piensen que no en vano esta isla fue la última de las calas que resguardaron de Ulises en su regreso a Ítaca. 

No vuelvan a Corfú, en definitiva, si necesitan demasiado para ser felices o si tienen poco sentido del humor, que es la peor de las pobrezas, pienso. Y, por supuesto, no vuelvan a Corfú sin antes haber pasado por ese Epigrama que Marcial dirige a su amigo y patrón Lucio Julio Marcial. Ese que dice:

Los placeres que pueden hacer la vida más feliz, 

mi muy entrañable Marcial, son los siguientes: 

patrimonio no ganado con sudor, sino heredado;

campos de cultivo agradecidos, hogar con fuego constante;

 pleitos nunca, toga rara vez, mente tranquila; 

fuerzas dignas de hombre libre, cuerpo saludable;

 inteligente sencillez, amigos iguales; 

banquetes frugales, mesa sin lujo;

 noche sin borracheras, pero libre de preocupaciones;

 no triste lecho y, sin embargo, casto; 

un sueño que acorte las tinieblas de la noche; 

lo que seas, querer serlo y no preferir nada más; 

no temer el día final ni tampoco desearlo.

Y es que en mi querida Los Durrell parecen resonar los ecos de tan magníficos y claros versos. Por esa razón, y como devoto, me veo en la obligación de rogarles encarecidamente que, si no quieren buscar esa vida sencilla, esa sonrisa que queda al terminar y esas islas de felicidad que, de cuando en cuando, nos da el mundo, por favor, no vuelvan conmigo a Corfú. En cualquier otro caso, bienvenidos.

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