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Ponyo en el acantilado

Siempre que hablo sobre Hayao Miyazaki y Studio Ghibli me ocurre lo que ha de ocurrir cuando uno piensa en la obra de un gran director y creador: me cuesta mucho decantarme por una u otra a la hora de elegir cuál de sus creaciones es la que más me gusta y recomendaría. Eso, que podría parecer una buena señal, es más bien un incordio porque cuando te decides y escribes un pequeño comentario inclinándote por una, terminará apareciendo alguien que te recuerde otra; cosa que, por cierto, da una rabia tremenda por cuanto ese otro tiene más razón que un santo y sí, tú bien pudiste haber escogido ese otro título para sugerir. Pero ahora aquello ya está publicado y tienes que esperar un tiempo para volver a escribir sobre lo mismo, cachis. En cualquier caso, estrenando estos Una rara, una clásica y una moderna que se vienen en las sucesivas semanas, hoy elijo volver a traer a nuestras pantallas Ponyo en el acantilado, del creador japonés. Que no sé si es rara —pues hoy día más raro es ver clásicos— pero, cuanto menos, es poco común.

Ponyo en el acantilado es una historia sencilla, profundamente emotiva, pequeña en intenciones y con un corazón gigantesco

Ponyo en el acantilado es un —otro— maravilloso relato sobre la amistad y el amor ideado por Miyazaki. Una fábula, un cuento, una aventura, una narración en la que duermen muchas de las constantes del trabajo del nipón: la infancia, lo mágico del mundo y lo real de la magia, la necesidad de creer sin haber visto, la ingeniería y las máquinas, la sobreexplotación del mundo, las relaciones familiares, la vejez, la vocación o la reconciliación. Y a todas esas obsesiones se suma en Ponyo una nueva que, además, se antoja importantísima: el mar, o la mar. Obsesión que, sin duda, ya habitaba en muchas de sus anteriores creaciones, aunque más bien oculta. Piensen por ejemplo en el protagonismo de la costa del Adriático en Porco Rosso o en todos los puertos y muelles que aparecen en El castillo ambulante. Por decir alguna. Obsesión esta que, como nota personal, confieso que me une a Miyazaki de una forma peligrosa, por cuanto me hace caer irremediablemente dentro de la historia.

Ponyo en el acantilado es una historia sencilla, profundamente emotiva, pequeña en intenciones y con un corazón gigantesco que nos narra la aventura de una princesa pez que al escapar de su padre termina provocando la ira del mar, por así decirlo. La curiosidad y las ganas de saber, de descubrir: otra constante en la obra de Mayazaki. ¿Ven? Pues resulta que esa princesa pez conocerá a Sosuke, un niño de unos cinco o seis años que, además de bautizarla como Ponyo, se enamorará de su incondicional nueva amiga. La historia de un amor blanco de manual, la del amor en la amistad y de la amistad en el amor, que tanto nos gusta, que puede, incluso, que nos lleve a preguntar si uno se puede enamorar a los cinco años. Claro, creo yo. Uno puede, y debe, vivir enamorado toda su vida. Siempre he considerado que las historias sencillas son las que llegan con más facilidad al alma y Ponyo, que desprende cariño fotograma a fotograma, atraviesa hasta las más resistentes corazas para ponernos ese dichoso nudo en la garganta imposible de tragar. Nudo que esta vez tiene poco de triste, pues más bien resulta de una cándida felicidad al estar contándonos una historia tan bonita.

Tienen Ponyo, Miyazaki, Studio Ghibli y todo el Japón, si me apuran, eso tan necesario de creer sin haber visto, de asumir con naturalidad la existencia y convivencia con lo mágico

Tienen Ponyo, Miyazaki, Studio Ghibli y todo el Japón, si me apuran, eso tan necesario de creer sin haber visto, de asumir con naturalidad la existencia y convivencia con lo mágico. «No seas incrédulo, sino creyente» parece estar recordándonos a su manera Miyazaki. Y pienso ahora en la madre de Sosuke, Lisa, quien no se extraña cuando ve aparecer a aquella niña sola en medio del tifón, aquella niña que acoge con naturalidad y cariño, y que resulta ser la princesa pez Ponyo que su hijo había rescatado de la costa y metido en un cubo de plástico pocos fotogramas antes. Tienen Ponyo en el acantilado, Miyazaki y Studio Ghibli una forma de acoger el misterio como parte natural de la vida que no podemos dejar escapar, una forma de mostrarnos el mundo como lugar en el que cohabitan inmensos barcos mercantes, industrias, guerras y actividad económica con peces vivientes, dragones-magos, piratas en hidroavión, islas volantes, vecinos dormilones, castillos ambulantes, gatobuses y hombres medio hechiceros medio científicos que, cual capitán Nemo, se refugian en el fondo submarino conspirando contra la humanidad.

Hace un par de años, creo, se publicó el libro de Miyazaki, editado por la editorial Confluencias y titulado Como piensan los niños y otros recuerdos de mi vida. Y a mí aquel título, aquella expresión, aquel como sin tilde, aquel a la manera de encubierto, me pareció perfecto como resumen de toda una obra. Y es que lo de Miyazaki es ese pensamiento, esa mente, esa forma de mirar, de ver, de preguntarnos, que tenemos cuando somos niños. Conservar, a pesar del paso de los años y peinar canas, aquel niño que fuimos. Y esa es su gran virtud, que despliega en todo su esplendor, con viento en popa y a toda vela, en Ponyo en el acantilado, demostrándonos, una vez más, que aún podemos ponernos aquellas gafas llenas de curiosidad, de ganas, de ternura y de niñez que un día tuvimos. Tarea nada fácil, pero necesaria.

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