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Scrooge por entregas

Hace hoy dos mil veintidós años –setecientas treinta y ocho mil quinientas treinta y cinco noches, exactamente– que Cristo vino a nacer en un establo de Belén de Judea. Esta es nuestra fe y poco más. Aquel niño creció, lo crucificamos y al tercer día resucitó. Y ya. Pero hoy celebramos, decía, el nacimiento de Dios y la instauración de esa inasumible teología del ascensor por la que Dios tuvo que bajar a la tierra para que el hombre pudiera subir a los cielos. Desde entonces, en grutas, trincheras y palacios, la humanidad celebra la Navidad, conmemora con alegría la venida del Niño. Pero como no todo iban a ser consensos, muchos se han empeñado a lo largo de la historia en acabar con estas fechas alegres. El temor a lo desconocido, ya saben.

Escribiendo esto deprisa he leído una noticia de Prisa, que son el Scrooge de nuestro siglo, la amargura diaria por 1’5 €

Por seguir con el calendario, hace ciento setenta y nueve años y cinco días Charles Dickens escribió su famoso Cuento de Navidad, y la temática aparentemente fatalista parece reeditarse un año más. No voy a analizar ahora el cuento porque todos ustedes lo han leído, y si alguno, avergonzado ahora, aún no lo ha hecho, es éste el momento de cerrar La Gaceta de la Iberosfera y dejar de malgastar caracteres de lectura. En cualquier caso, sí quiero reflexionar sobre la radical actualidad del relato de Dickens. Scrooge era entonces un tipo desagradable para su tiempo victoriano, para su nubosa realidad londinense, tan de pompa y circunstancia, que diría Ignacio Peyró. Hoy sería, pienso yo con tristeza, uno más. Porque, en el día de la alegría, algunos buscan cualquier resquicio de amargura para recordarnos, como Scrooge, que son mejores. Y más tristes.

Escribiendo esto deprisa he leído una noticia de Prisa, que son el Scrooge de nuestro siglo, la amargura diaria por 1’5 €. En Semana Santa siempre vienen con la cantinela de que Jesús no resucitó, que estaba casado con María Magdalena y que tuvieron un hijo. O más, claro. Basta con leer un editorial de El País para imaginar a Pepa Bueno frente al sanedrín gritando «Barrabás, Barrabás, queremos a Barrabás». Pero ese es otro tema. Leía ayer en El País que «los personajes de la Navidad, como el niño Jesús, la Virgen María, el misterioso José y todas las personas reales, míticas y simbólicas reaparecen cada año pese a que sobre todo ello, al igual que sobre la fecha de nacimiento de Jesús, no se sabe casi nada». Hay que joderse.

Preocupado por la situación de pobreza que atravesaban miles de personas en su tierra, Dickens utilizó su Cuento de Navidad para anunciar una buena nueva. Escribió el relato en apenas mes y medio –así lo contó él– y en ese proceso «lloró, rio y volvió a llorar, y se emocionó de la manera más extraordinaria». Lo cuenta Paul Devis en Vida y época de Ebenezer Scrooge, que tiene una pinta deliciosa, pero carece de traducción. El cuento, que es ciertamente fatalista, incluso triste, habla de la situación social, de Scrooge como reflejo de un malestar; pero termina bien, que es Navidad, hombre. La gente de Prisa ha querido que su cuento –lo llevan publicando por entregas desde su fundación– termine mal. 

El Cuento de Navidad de Dickens nos anima a mirar el pasado con misericordia, el presente con caridad y el futuro con esperanza

Scrooge, prestamista británico –oxímoron asombroso–, termina convirtiéndose a la bondad y la alegría, que es la conversión a la fe. Dice Dickens, en las postrimerías de su relato, que Scrooge «no volvió a tener trato con aparecidos, pero en adelante vivió bajo el principio de abstinencia total y siempre se dijo de él que sabía mantener el espíritu de la Navidad como nadie». No pretendo yo ahora que se obre el milagro y mañana publique La Ser un programa sobre el nacimiento de Cristo. Pero el Cuento de Navidad de Dickens, con sus cinco estrofas, sus tres fantasmas y sus sábanas gruesas no anima a mirar el pasado con misericordia, el presente con caridad y el futuro con esperanza. Si la Navidad (darse hasta el pesebre) es antídoto contra la avaricia que cuenta Dickens, que el relato navideño del escritor inglés sirva, al menos, como remedio para aquellos que, más preocupados que Herodes, siguen diciendo felices fiestas, se visten de rojo por no sé qué equinoccio y pregonan, desde sus portadas, que el niño no ha nacido. ¡Feliz Navidad!

Estudiante de Relaciones Internacionales, Filosofía, Política y Economía. Colaborador habitual de La Gaceta, Revista Centinela, Libro sobre Libro y La Iberia. Woody Allen, Fernando Alonso y Julio Camba.

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