Hace más de seis meses que la guerra en Ucrania está matando personas y destruyendo ciudades, con una intensidad creciente e intolerable que va desde la devastación de ciudades y comarcas hasta la masacre de la población: crímenes inadmisibles y punibles como tales. Y es desde el comienzo de la guerra que muchos se preguntan qué podía hacer Occidente para evitar la agresión rusa; en qué nos hemos equivocado ‒y seguramente errores de diversa índole han sido cometidos‒, pero el obstáculo principal fue (y sigue siendo) que Occidente no ha sabido hablar con Rusia porque se olvidó del lenguaje, el lenguaje adecuado, que está hecho de palabras, de argumentaciones, pero también de símbolos, de actos y gestos resolutos, incluso a nivel militar, y de respeto por el adversario. El Occidente de Eisenhower, de Adenauer, de Ronald Reagan y de Juan Pablo II, sabía hablarle a la URSS, porque además de respetar al enemigo, conocía su esencia ideológica y su praxis política, y fue gracias a ese lenguaje, entre otras cosas, que el imperio soviético colapsó. Hoy, en Occidente se ha perdido ese saber, y mientras tanto la tentación soviética, siempre viva no sólo en las altas esferas del Kremlin, sino además en parte de la opinión pública rusa, logró reasomarse y ha cobrado forma (ya desde la ocupación de gran parte de Georgia y luego de Crimea) en el expansionismo ejercido mediante guerra, sobre el territorio medioriental y sobre el norteafricano.
El Occidente de Eisenhower Reagan y Juan Pablo II sabía hablarle a la URSS, porque además de respetar al enemigo, conocía su esencia ideológica y su praxis política
La novedad putiniana, brutal y escalofriante consiste en haber aplicado hoy la doctrina georgiana a una nación totalmente europea, tanto geográfica como culturalmente, pero esto ha podido ocurrir porque esa doctrina proviene de las profundidades ideológico-pragmáticas de la Unión Soviética y es consustancial a la teoría política de la Rusia actual. En un sentido histórico-lógico general, deberíamos admitir que la Federación Rusa no podía haber actuado de manera distinta en lo que se refiere a Ucrania, porque a ello la forzaba su propia tendencia interior, la cual tiene una impronta originaria bolchevique que apunta a los fines sin preocuparse por los medios y que, considerando a las personas como medio en vez que (kantianamente) como fin, no se plantea el problema del costo humano de las guerras que quiere montar. El ataque a Ucrania nos pone frente a esta realidad ideológica que Occidente había olvidado, pero es precisamente dicha esencia la que Occidente habría debido tener presente y la que debería hoy afrontar para detener la masacre ucraniana, logrando que la paz se imponga.
Z, la enigmática letra trazada sobre los medios y armamentos militares rusos, (…) se ha transformado en el símbolo ideológico de un poder misterioso y evocador
En esta pragmática, los símbolos importan. Z, la enigmática letra trazada sobre los medios y armamentos militares rusos que operan en Ucrania –ya sea que signifique, como afirma el ministerio de defensa, «Za pobedu» («Victoria»), o no sea más que una mera seña para distinguirlos de los que está usando el ejército ucranio‒, se ha transformado en el símbolo ideológico de un poder misterioso y evocador, que procede por emanaciones más que por argumentaciones. La Z expresa de hecho todo un sistema de dominio, que podemos definir como zetismo (o zigismo, según la formulación de Yuliya Latynina); el régimen de la letra Z ‒un título que le habría gustado a Orwell‒, una estructura ideológica vacua que se refiere simplemente a la consabida Z y que define al neo-sovietismo actual: potente en cuanto a propaganda (y en cuanto a desinformación) pero vacío de valores, estructurado en su doctrina pero primordial y cínico en su acción. Como escribió Anna Schor-Tschudnovskaja en Neue Zürcher Zeitung, «tal como el símbolo “Z” es pomposo pero hueco de contenido, así también detrás del “zigism” hay teoría pero impotencia intelectual». Actualmente, en la martirizada Ucrania, esa Z simboliza la orgía de la guerra (por decirlo con una paráfrasis del subtítulo italiano de la famosa película de Costa-Gavras: «Z. L’orgia del potere»), y representa la continuidad con el bolchevismo. La reciente aparición de la bandera con la hoz y el martillo en los tanques marcados con la Z nos dice que el Ejército ruso sigue siendo el Ejército Rojo; las imágenes de soldados izando la bandera soviética en los mástiles de los edificios de las ciudades destruidas de Ucrania son el aterrador sello de ese simbolismo neocomunista. De hecho, no existe, en sentido propio, una Rusia post-soviética, sino sólo una neo-soviética, con algunos rasgos obviamente muy distintos pero con secuencias genéticas muy afines a la vieja URSS y en algunos aspectos idénticas.
La reciente aparición de la bandera con la hoz y el martillo en los tanques marcados con la Z nos dice que el Ejército ruso sigue siendo el Ejército Rojo
En los países del ex bloque soviético tuvo lugar, a pesar de la reticencia de los grupos de interés vinculados a la antigua URSS, una condena definitiva al comunismo, con la consiguiente puesta en valor pública, oficial e institucional, de la memoria histórica; mientras que en Rusia no hay instituciones públicas de memoria y reprobación; al contrario: cualquier intento en tal sentido es sofocado y sus activistas son encarcelados, como lo demuestra la clausura de la Fundación Memorial por parte de la Corte Suprema de Moscú.
Esa falta de conciencia depende, esencialmente, de que la actual Rusia no nace de una revolución popular, ni del golpe de estado de una élite, sino del derrumbe de la Unión Soviética; es decir, no surge de un proyecto sino de un fracaso; no por una voluntad sino por una necesidad. De ahí se entiende que la esencia y las formas del viejo régimen hayan sido transfundidas en las venas del nuevo organismo. Para usar una doble fórmula, el régimen ruso actual sería igual a: comunismo soviético menos marxismo-leninismo, y estatismo proteccionista más rapacidad financiera.
La mayor parte de Occidente no captó adecuadamente los síntomas que en la nueva mitología rusa se referían a la antigua burocracia soviética. Sin embargo, algunos observadores atentos y competentes, polacos en primer lugar, ya habían entendido que esa era la clave para descifrar y contrarrestar las movidas del Kremlin: el historiador Łukasz Kamiński, por ejemplo, había declarado que «las señales de advertencia sobre los preparativos para la guerra en Ucrania han sido ignoradas, porque el comunismo no fue adecuadamente evaluado y condenado».
Las imágenes de soldados izando la bandera soviética en los mástiles de los edificios de las ciudades destruidas de Ucrania son el aterrador sello de ese simbolismo neocomunista
Es por ahí que debemos empezar para descifrar el trasfondo de esta infame guerra, para hacerle frente a la agresividad expansionista rusa y para desenmascarar la acción de proselitismo que dirige hacia Occidente, hacia algunos sectores políticos, culturales y religiosos tanto de derecha como de izquierda que, por distintas y a veces incluso opuestas razones ‒ideológicas, religiosas, culturales y hasta financieras‒ resultan permeables a las sirenas del Kremlin, hoy ligeramente modificadas respecto de la doctrina marxista-leninista pero aún idénticas en cuanto a tácticas operativas y objetivos geopolíticos.
El problema que no se ha entendido es, por lo tanto, el comunismo, con el que hoy significamos no sólo la ideología marxista-leninista, sino también una estructura burocrática y de control total, cuyas formas llegan incluso a muchos países occidentales (como hemos tenido amargamente que constatar en la despótica gestión de la pandemia). Después del final de la guerra fría, Occidente ha dejado de ocuparse de él, de estudiarlo y de preocuparse, precisamente porque, en resumidas cuentas, lo consideró muerto. Error histórico colosal, que puede costar muy caro. Una de las premisas en base a las cuales se abandonó el problema consistió en la idea de que esa ideología hubiese quedado sepultada bajo los escombros del Muro, y que por lo tanto la historia sufriera un vuelco tan definitivo como para detenerse: la tesis de la conclusión de la historia (Fukuyama) se ha visto acompañada por la renuncia al estudio del enemigo, considerado terminado en su esencia ideológica y en su peligrosidad política.
El pasado soviético no estaba en absoluto archivado, y Ucrania está sufriendo hoy su reincidencia
Pero el pasado soviético no estaba en absoluto archivado, y Ucrania está sufriendo hoy su reincidencia, según lo que afirman también los opositores rusos al régimen putiniano, como Boris Nemtsov, asesinado en 2015, quien en un informe sobre Ucrania, que salió publicado póstumo, señalaba cómo «la propaganda rusa prestara una atención excepcional a la Gran Guerra Patriótica [Segunda Guerra Mundial], y Putin hiciera de ella un punto clave de su proprio sistema de coordenadas ideológicas». Tan es así, que en el caso ucraniano «la retórica de los años de la guerra parecía proyectarse sobre la actualidad política. En la propaganda rusa el gobierno ucraniano se transformó en “nazi” y Rusia parecía estar empeñada en la misma situación que en 1941-45, es decir en la lucha contra los nazis», por lo que un verdadero patriota debía necesariamente «apoyar la secesión de Crimea y Donbass de Ucrania». Y de ese modo, escribe Nemtsov, «la retórica antifascista utilizada por los medios oficiales transfirió la crisis política al lenguaje de la guerra de aniquilamiento». Así como, para vencer al nacionalsocialismo, Stalin declaró necesario eliminar a la mayor cantidad de alemanes posible, así ahora, para derribar el Gobierno de Zelensky (que la propaganda rusa ha querido estigmatizar, no casualmente, con la acusación absurda e infamante de «neo- nazismo»), el nuevo Kremlin parece indicar la necesidad de destruir la mayor cantidad de Ucrania posible.
La evocación del legado espiritual y literario es una maniobra con la cual el régimen intenta maquillar un sistema que de dicha tradición es (…) la antítesis
El debilitamiento de la identidad y del sistema de valores occidental ofreció a la superpotencia ruso-soviética la posibilidad de atacar también a nivel espiritual (grotesco: un régimen de mentalidad atea marxista-leninista gozando de la casi total condescendencia de la iglesia moscovita y acusando de laicismo a Occidente). La declamada inyección de espiritualidad de la que el Kremlin dice ser portador y dice querer oponer al Occidente degenerado no es más que una astuta conjugación de la doctrina leninista adaptada a las nuevas circunstancias globales, y es una trampa con la que el nuevo politburó intenta engañar a los occidentales sensibles a la tradición. La evocación del legado espiritual y literario es una maniobra con la cual el régimen intenta maquillar un sistema que de dicha tradición es –en los hechos y en valores‒ la antítesis. En realidad, se escribe Rusia pero se lee URSSIA.
Durante la crisis ucraniana, se ha hablado mucho (y a veces de manera no apropiada) de una posible entrada de Ucrania en la OTAN, y no se ha obrado para mejorar la ubicación de los armamentos estratégicos propios en Europa oriental y renovar así la política de la disuasión. Ronald Reagan docet, pero también Donald Trump lo tiene claro. De hecho, Trump, que es todo menos un enemigo visceral de Rusia y siempre ha tenido una actitud de respeto hacia Putin, entendió perfectamente la lección reaganiana, tanto como para declarar, en una entrevista televisiva con Fox Business a finales de marzo, que su estrategia hacia Rusia sería bien diferente a la vacilación de Biden: yo, dijo Trump, enviaría nuestros submarinos nucleares a patrullar las costas rusas, y verán cómo se calman los amigos rusos.
Si Occidente tiene que ganarse el respeto del enemigo, la disuasión militar es un lenguaje digno de respeto en general
Hoy sería necesario usar juntas la diplomacia y la disuasión, evitar los insultos y mostrar con serenidad y firmeza nuestras razones, exhibiendo también nuestras armas, incluidas las conceptuales; limitar las palabras impropias y fortalecer el arsenal. En un enfrentamiento tan duro como esta nueva guerra que ya no es fría, el fortalecimiento militar es también una muestra de consideración por el adversario neosoviético, como lo fue por el bolchevique después de la Segunda Guerra Mundial. Y es un idioma que los neosoviéticos entenderían, quizás no les gustaría, pero a él se terminarían ajustando. Y si Occidente tiene que ganarse el respeto del enemigo, la disuasión militar es un lenguaje digno de respeto en general, y en especial para la mentalidad ruso-soviética, que considera las muestras de debilidad como un signo de renuncia y decadencia.