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Sin novedad en el frente

Cuenta J.R.R. Tolkien, de la Compañía B del 11.º batallón de los Lancashire Fusiliers, que «el profundo y estúpido desperdicio de la guerra, no solo material sino también moral y espiritual, resulta escalofriante para los que tienen que soportarlo». Un infierno imposible para el coronel Dax y sus hombres; una cita con la muerte para Alan Seeger; y un horror inhumano para Erich Paul Remark -alias Erich Maria Remarque-, soldado alemán de la Gran Guerra y autor de la novela Im westen nichts neues, publicada en 1929 y simiente de la reciente adaptación cinematográfica homónima de Edward Berger. Una cinta cruda y descarnada que nos da la bienvenida al Regimiento de Infantería de la Reserva 78, en el Frente Occidental de la Primera Guerra Mundial.

Es el tercer año de guerra, 1917, en el norte de Alemania. Con el fusil sucio, el uniforme raído y la Kodak Vest Pocket en el cinto, los nuevos reclutas ponen rumbo a algún «agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango» al que no se le puede llamar hogar: las trincheras. Descritas por Jünger como zanjas de dos o tres hombres de profundidad, con varias líneas de alambradas, pedruscos y planchas de acero como parapeto. Lechadas de cal con frío, humedad, ratas y piojos. Un póker de sinsabores del que da buen testimonio el capitán B. Murray: «Hay cinco familias de ratas en el tejado de mi refugio subterráneo, que se encuentra medio metro por encima de mi cabeza en la cama. Las ratas pequeñas practican continuamente saltos mortales de espaldas durante toda la noche, pues han descubierto que mi cara es un mullido lugar donde caer». Y, al salir de la trinchera, más calamidades: ataques de mortero, armas químicas y disparos de artillería. En fin, un desagradable mosaico hasta para el más belicoso, pero ¿acaso no todos los hombres apetecen la paz, y más en estas condiciones?

Casi diez millones de soldados fallecieron (…). Padres e hijos con nombres y apellidos rescatados del anonimato por las chapas metálicas de sus exánimes cuellos

San Agustín, en el libro XIX de «La ciudad de Dios», alumbra: «Quien considere en cierto modo las cosas humanas y la naturaleza común, advertirá que, así como no hay quien no guste de alegrarse, tampoco hay quien no guste de tener paz. Pues hasta los mismos que desean la guerra apetecen vencer y, guerreando, llegar a una gloriosa paz. ¿Qué otra cosa es la victoria sino la sujeción de los contrarios? Lo cual, conseguido, sobreviene la paz». Y añade Santo Tomás de Aquino (Suma Teológica, II-II Qu. 40) las condiciones de la guerra justa, a saber: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra, una causa justa y la recta intención de los contendientes; una tríada demolida por la idolatría de la falsa paz que hoy llamamos pacifismo, que convierte el deseo de paz -más bien ausencia de conflicto- en desorden. Y con ese afán tan comercial, al no contemplar la guerra y deslegitimar toda justa causa y recta intención -rematada ya la auctoritas principis-, el pacifismo destruye el derecho de la guerra y desboca los efectos de esta, facilitando el derecho a la guerra mal hecha, a la guerra total. Y que por no hacer elogio de la guerra -cosa razonable, dada la universal apetencia de paz-, renuncia a la defensa propia y desprecia a los ejércitos, pisoteando la noble articulación de la comunidad para su defensa. 

Casi diez millones de soldados fallecieron en la Primera Guerra Mundial. Padres e hijos con nombres y apellidos rescatados del anonimato por las chapas metálicas de sus exánimes cuellos, elevando a la categoría de héroe al hombre común: del tommy británico al schütze alemán, o el poilu francés. Soldados rasos como George Edwin Ellison, de los lanceros reales irlandeses; o como Henry Nicholas John Gunther, enrolado en el Baltimore’s own, ambos trágicamente abatidos minutos antes de la entrada en vigor del armisticio, recordado en adelante como efeméride con el repique de las campanas que un día fueron fundidas para ser transformadas en cañones. 

Cumpliendo hasta el final con su espíritu industrial, la Gran Guerra apagó sus luces de golpe

Al fin, una consecución de elegías por camaradas caídos en combate. La juventud de hierro alemana convertida en humus; del Somme a Verdún. Ahora sí, «agua subterránea para el crecimiento de nobles raíces». Como en el llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Muriendo lentamente en versos de arte mayor. Entre gritos de «¡Alto el fuego!» y la mirada acongojada de otro joven que debería estar muerto. Caminando vacilante entre pavesas en humeante ascensión, ecos de una contienda parada en seco por las agujas de un reloj. 

Y así, cumpliendo hasta el final con su espíritu industrial, la Gran Guerra apagó sus luces de golpe. El 11 de noviembre de 1918. A las once de la mañana. Eran las once en punto de la mañana.

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