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Una clásica: La mujer del obispo

La mujer del obispo, de Henry Koster, es una película que hay que ver ahora en Navidad. Así lo decía el otro día y así de sencillo es. Desde sus primeros fotogramas, esos en los que los Cary Grant sonríe y disfruta paseando por una Quinta Avenida, hecha en decorados, mientras cae la nieve en Nochebuena, nos empapa del espíritu de este tiempo. Y ese es el cine que tanto nos gusta, ver cómo Cary Grant se ilusiona con la alegría del ambiente, verle escuchar a unos niños que cantan en un coro callejero y observar a los que, ante una tienda de juguetes, se quedan maravillados. Descubrir que Cary Grant, durante ese paseo, está trabajando y que su oficio es poco común, pues es un ángel, es el cine que tanto nos gusta. Y ese cine que tanto nos gusta y nos llena de alegría, sentimiento y emoción es, como no puede ser de otra forma, el que tenemos que ver durante estas fechas.

La historia de esta película es la historia de un Cary Grant, ángel, enviado para impedir que la vida de un hombre se destruya

En La mujer del obispo Cary Grant es, como decía, un ángel que llega a nuestro mundo con un propósito tan generoso como complicado. Una misión que no es la de ayudar a monseñor David Niven a construir una catedral, como puede parecernos al principio. No, nada más lejos de la realidad. La historia de esta película es la historia de un Cary Grant, ángel, enviado para impedir que la vida de un hombre se destruya, para recordar a alguien demasiado ocupado en su trabajo el amor que les debe a su mujer y a su hija, que todo el tiempo que no pase con ellas no lo va a recuperar y para hacerle ver que, aunque parezca una obviedad, muchas veces perdemos de vista lo que realmente importa. No sobra, por tanto, recordar ahora, en estas fechas de amistad, cariño, regalos y familia que sí, que lo más importante ha de ser lo más importante.

Y es cumpliendo ese cometido cuando Cary Grant comienza a sentir lo que sienten los hombres, comienza a sentir amor. Pero no ese amor que le lleva a ayudar al ciego a cruzar la calzada, o que le lleva a ilusionar al viejo y ateo profesor dándole una historia que escribir y una botella de Jerez siempre llena, o que le hace animar al taxista a ponerse unos patines. El amor que le invita a hacer todo eso ya lo conocía. Ese amor es, por decir de algún modo, la especialidad de la casa. El amor que ahora siente es el del enamorado, el sentimiento más humano, quizá. «Hay pocas personas que saben crear un Cielo en la Tierra, y usted es una de ellas», le dice a ella, junto al árbol de Navidad. Y él le parece que ella crea el Cielo en la Tierra porque descubre que lo que más le gusta es cogerla de la mano y llevarla a patinar. Se da cuenta de que adora comer juntos, le chifla que le coja del brazo y que se divierta con él, y es entonces cuando comienza a utilizar todo lo que tiene a su alcance para hacerla feliz y pasar tiempo con ella.

Viendo La mujer del obispo tienen que envolvernos las ganas de darlo todo sin esperar nada a cambio. Porque esta película es el auténtico cuento de Navidad.

Viendo La mujer del obispo tienen que entrarnos ganas de querer a los que más quieres. Tenemos que estar deseando coger a nuestra mujer, a nuestra novia o a nuestra hija, e ir a la pista de hielo que el ayuntamiento ha instalado en la ciudad, pagar los no sé cuántos euros con cincuenta céntimos que cuesta la entrada más los tres euros por el alquiler de los patines y descubrir que, aunque esto sea la vida real y nuestra forma de patinar sea terrible, a pesar de que no haya dobles ni títulos de crédito, nosotros también tenemos ángeles cerca. Viendo La mujer del obispo tienen que envolvernos las ganas de darlo todo sin esperar nada a cambio. Porque esta película es el auténtico cuento de Navidad. Un Cary Grant que, generoso, nos enseña que la mejor muestra de amor es siempre a través de un gesto sencillo. Un Cary Grant que, además, pudiendo hacer que todo fuese diferente, pone por delante de su propia felicidad la de todos los demás.

La mujer del obispo comienza con un matrimonio distanciado y casi roto, con un ateo profesor con poca esperanza en el futuro y un ángel que aún no tiene alas. La mujer del obispo termina con una familia unida, un ateo ilusionado entrando por primera vez en la Iglesia y un ángel que, intuyo, ya tiene alas. Porque cuando Cary Grant se va, cuando le vemos alejarse en esa última escena, el más pequeño de sus actos fue dejar en la Tierra una botella de Jerez que siempre está llena, quizá una metáfora de la alegría y felicidad, tan necesarias siempre y tan escurridizas, a veces.

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