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Una enmienda a la Nueva Bauhaus Europea

Empachado de farinato y de un bollo maimón, Don José solía recordar con nostalgia sus correrías por la comarca de Sayago, tierra de ilustres y proscritos. Oriundo de “la perla sayaguesa” y reaccionario de azadón y escardilla, siempre fue un fiel embajador del carácter sobrio e indómito de las gentes del extremo meridional de la provincia de Viriato. Extendida junto a la Tierra de Ledesma y al amparo de Nuestra Señora de la Natividad, Viñuela era para él inconfundible por la caprichosa disposición de tesos, berrocales, hondonadas y riveras. Una juventud recorrida y recordada en torno a la iglesia parroquial de San Pedro, de románica grandeza, y alrededor del pilón de piedra, como Rebeca y Eliezer en el cuadro de Murillo.

Cruces, tinajas y hogaza de pan, microcosmos de vicios y costumbres. Allí, como en la Urbía de Martín Zalacaín, los viñolanos sentían una mal explicada antipatía por sus convecinos de extramuros y aún prevalece la máxima Post funera virtus vivit. Porque, a diferencia de las grandes urbes de las hipotecas inversas, en algunos barrios, pueblos y aldeas siguen recordando a uno después de muerto. Bendito consuelo el de no quedar sepultado en el anonimato, diría alguno.

Cada día las ciudades se parecen más entre sí, y qué duda cabe de que eso dificulta el reconocimiento. Y, sin referencias, uno tiende a perderse

Cada día las ciudades se parecen más entre sí, y qué duda cabe de que eso dificulta el reconocimiento. Y, sin referencias, uno tiende a perderse. Pasearse por Berlín se parece demasiado a pasearse por cualquier otra ciudad europea en las que el exotismo de lo novedoso pone en jaque, con demasiada frecuencia, vestigios antiguos de pretérita gloria. La secular rivalidad entre el neoclásico parisino y el neogótico londinense ha degenerado en el consenso de la vaciedad y en la dictadura de la fealdad; eso sí, con cargo a la Nueva Bauhaus Europea, que no se diga que lo feo sale caro. Basta con rendir culto a la fría racionalidad planificadora para convertirse en una ciudad-franquicia de Bruselas plagada de edificios de más de quince plantas.

La secular rivalidad entre el neoclásico parisino y el neogótico londinense ha degenerado en el consenso de la vaciedad y en la dictadura de la fealdad

¿El resultado? No-lugares. Espacios circunstanciales y sin memoria concebidos para usuarios con prisa: centros urbanos dedicados exclusivamente al comercio, ciudades-dormitorio sin horizonte, suburbios grises y barrios deteriorados. Visto uno, vistos todos. Y a este ritmo, cualquiera distingue algo. Qué vértigo. El frenesí de la vida cosmopolita imposibilita mínimas cotas de contemplación y nulas opciones de enraizar. Quizás por eso los barrios son un fenómeno decadente, incapaces de atraer nuevos cofrades a la hermandad de las cosas inmutables.

Es evidente que el urbanismo condiciona las relaciones que se establecen en el espacio que delimita. El gastrobar con plato cuadrado ha arrinconado a las tabernas con nombre propio, sumideros de ejemplares dedicados pero ineficientes; y las lonjas y pequeños comercios han sido sustituidas por franquicias y grandes superficies, cavernas contemporáneas de importación donde se utiliza el genitivo sajón. Todo un enaltecimiento de la estandarización para mayor gloria del global citizen. Qué le vamos a hacer si la rectoría mercantil no ve con buenos ojos atrincherarse en las diferencias; lo importante es que no se aflija ninguna relación transaccional.

De ahí la importancia de urbanizar para albergar y promover relaciones deseables -que no rentables- por muy contraindicados que resulten los lazos comunitarios para algún que otro hombre hecho a sí mismo. ¿Acaso existe caos mayor que la indiferenciación? Ciudades habitadas por peatones errantes que no se encuentran ni queriendo, básicamente porque les es imposible reconocerse. Un pelín triste, pero Hollywood ya se encargará de hacernos tropezar comprando un par de guantes. El pueblo encomendado a las serendipias, menuda estampa. Aunque para estampa, la bélica que tiene lugar en la más absoluta cotidianeidad: en un frente, el nomadismo posmo, libre de cargas y arraigos; en el otro, los lazos vecinales, de raíz insondable y añejas costumbres. Con casus belli y contendientes, la guerra está servida.

Así, la reconquista del espacio público, y de alguna que otra diferencia, exige posicionarse: hagámoslo a favor de las referencias contra un mundo autorreferencial. Como Benoist, yo abogo por la revalorización de un urbanismo arraigado y armonioso, y lo hago por una cuestión de supervivencia. La ley de la rentabilidad máxima ha desfigurado nuestros barrios y nos ha convertido en los maniquíes de las nuevas ciudades-expositor, siempre bajo la mirada exotizante de quien mira y no participa de una realidad.

La resistencia contra la indiferenciación de nuestras ciudades la protagonizarán viejos con joven espíritu y jóvenes con viejas tradiciones

¿Por dónde empezar? Quizás con algo de vino. Las jarras de vino que aluden al tipo de vida mediterránea: abundante de vino peleón y con jarras dispuestas a mano de cada comensal para el autoservicio. Una vida desenfadada sin graves conflictos entre ocio y negocio, porque el carácter alusivo del estilo se manifiesta con evidente sutileza, colándose en nuestras copas y entrando por nuestras puertas. Las puertas que hoy dan paso indistintamente a hospitales y colegios, casas o penales. De estilo industrial y picaportes metalizados; altas, bajas o con barrotes; grises o de colores; de las puertas con moldura a las del Imaginarium. Porque, como el vino, las formas de las puertas pueden asociarse a estilos concretos de vida, formas de entrar y salir, de vivir, vestir, consumir y comportarse.

Termino sin portazos y con una intuición: la resistencia contra la indiferenciación de nuestras ciudades la protagonizarán viejos con joven espíritu y jóvenes con viejas tradiciones, en analógica hermandad.

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