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Vivir en los móviles

Viví en Seúl durante el año 2015. En 2016 volví a España y desde entonces no he añorado Corea ni una sola vez, y no porque no me gustara, que no me gustó, sino porque parece que me la hubiera traído conmigo. En estos años nos hemos coreanizado tanto que, en cierto modo, cuando volví, volví del futuro. De hecho, a estas alturas de 2022, España apenas se distingue de Corea en que aquí, por obvias razones, escasean los coreanos. Y aunque son varios los factores que explican esta aproximación, el principal se halla en nuestro cabalgante empantallamiento.

Perder el móvil es ya una amputación y casi nadie aguanta la luz de lo real si no está filtrada por algún dispositivo

Recuerdo que, al llegar a Corea, lo que más me impresionó fue descubrir que los surcoreanos habían dejado atrás la condición humana para abrazar la condición cíborg. Salvo los ancianos, últimos vestigios de entera humanidad coreana, todos tenían en el móvil una prótesis, una prolongación de su propio cuerpo. En el sentido tradicional, mano no tenían más que una; la otra se había convertido en un accesorio del móvil y no podía dedicarse a ninguna cosa que no fuera sujetarlo. La razón para ello era que, como lo utilizaban tanto, no les merecía la pena guardarlo en el bolsillo. Y era cierto: extrañísimo era el pasajero del metro, incluso el viandante, que no iba con la cabeza agachada, embebido en la pantallita y con la postura idónea para que le coloquen el yugo.

Esto hacía que, pese a tener una densidad de población que quintuplica la de Madrid, Seúl fuera una ciudad casi deshabitada, una masificada soledad. Salvo los ancianos, decía, nadie estaba allí. Entiéndanme… estar, estaban, estaban de cuerpo presente, pero la mente, el alma, o lo que quiera que sea que no es el cuerpo, estaría vaya a usted a saber dónde. Por eso chocarse con un surcoreano por la calle era como hacerlo contra una farola, y nadie se disculpa con una farola.

Las pantallas vinieron a ampliar la realidad (…). Sin embargo, me encuentro entre los que sospechan que, al final, acabará por sustituirla

Reconozco que aún nos quedarían dos pasitos para poder decir «así en España como en Corea», pero parece solo cuestión de tiempo porque nada sugiere un cambio de rumbo. Estamos a punto de vivir en y a través de las pantallas, al igual que los seulenses. Perder el móvil es ya una amputación y casi nadie aguanta la luz de lo real si no está filtrada por algún dispositivo. Estamos tan acostumbrados a vivir con esa escafandra que hemos llegado a la conclusión de que nos asfixiaríamos sin ella; es como si el mundo, el mundo físico, hubiera dejado de ser nuestro medio. Y no se trata de que la realidad cruda se haya extinguido, al fin y al cabo no puede hacerlo, pero sí ha empezado a resultarnos no sé si sosa, peligrosa o repulsiva.

Las pantallas vinieron a ampliar la realidad, a hacerla más accesible; sin embargo, me encuentro entre los que sospechan que, al final, acabará por sustituirla. Es lo de Borges y luego Baudrillard: el mapa desbanca al territorio, el perfil a la persona. La pantalla es una ventana, cierto, pero opaca; un espejo, cierto también, pero como en la serie de Charlie Brooker, un espejo oscuro. Con nuestra dependencia hemos creado una maquinaria monstruosa y al mismo tiempo inmaterial, tan ubicua como discreta; una maquinaria cuyo combustible somos nosotros. En realidad, es brillante; maléfico, sí, y también brillante.

Como ya ha hecho con los calendarios, agendas y relojes, dejemos que el móvil se trague todo lo demás hasta que no quede nada

Esto es lo que pienso, pero no me hagan caso porque seguramente me equivoque. Hay muchas probabilidades de que todo lo anterior no sea más que el gemido acojonado de un pobre, pobre reaccionario. En realidad, puede que estemos ante el nacimiento de un nuevo hombre, llamado a superar la ancestral dependencia de lo físico. Tal vez lo real, en lugar de escamoteado, esté siendo ampliado, multiplicado. Puede que nada sea mejor que andar bajo la luz del sol con la cerviz doblada; nada más favorecedor que ese azul cadavérico que nos arroja el móvil en la penumbra del dormitorio. Quizá lo más conveniente sea vivir en nuestras pantallas como Pedro Salinas vivía en los pronombres. Así pues, como ya ha hecho con los calendarios, agendas y relojes, dejemos que el móvil se trague todo lo demás hasta que no quede nada, hasta que seamos, el hombre y el móvil, una sola carne, perdón, un solo espíritu. Qué alegría más alta: solo él y nosotros, danzando en el vacío, enlazados, confundidos…

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