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Vivir para aprender

La frase del título es proclamada, con su entusiasmo inherente, por Oscar Tusquets (Barcelona, 1941) en Sin figuración poca diversión (Tusquets editores, 2022). Estuve tentado a hacerle una réplica fácil en la reseña: «Leer para aprender». Pero, aunque se aprende muchísimo leyéndole, el libro supera con creces los límites de un ensayo sobre las bellas artes, y contagia del entusiasmo vital de su escritor-protagonista. Tusquets muestra un reaccionario sentido hedónico del trabajo, de la contemplación estética, de la admiración y del conocimiento.

Trasmite ese placer suyo gracias a un estilo muy natural, con mucha sprezzatura, non chalence y mediterránea desenvoltura. Sólo es capaz de escribir así y de opinar con la misma libertad rayana en el libertinaje quien derrocha confianza en sí mismo, un gusto exquisito, una simpatía natural, una formación sobresaliente y una personalidad a prueba de tópicos y complejos. Haber sido joven amigo de Salvador Dalí y de Josep Pla no puede menos que haber dejado sus huellas.

Oscar Tusquets muestra una humildad salomónica. La de quien se sabe más pequeño que los grandes

También muestra Oscar Tusquets una humildad salomónica. La de quien se sabe más pequeño que los grandes, pero no porque él sea insignificante sino porque ha tenido la grandeza de arrimarse a los mayores y que éstos le admitiesen… por sus méritos. Reconoce equivocaciones personales con toda naturalidad, sin afectación. Fue partidario de no tocar la Sagrada Familia y conservarla tal y como la dejó Gaudí. Hasta firmó un manifiesto. Ahora admira la ampliación y confiesa: «¿Cómo pudimos equivocarnos tanto? Si hace casi sesenta años se nos hubiese hecho caso, esta maravilla no existiría».

Es el verdadero protagonista de estas páginas y por eso posa en muchas fotos contemplando cuadros y edificios. Sale de espaldas, porque el personaje principal es su mirada. Quizá para evitarnos el complejo de inferioridad que pudiese asaltarnos ante tanto juicio exacto y tanta sapiencia, viste en muchas fotos ante grandes monumentos shorts o pantaloncitos cortos. Ante el Templo Hefestión, ay, por ejemplo. Aunque puede que sea un recurso para que miremos al monumento y no tanto al despeinado visitante. En su prosa tampoco se busca siempre el lado más favorecedor: «Dado mi carácter rencoroso, pero agradecido», empieza, cuando habla de Ricardo Bofill, para dejarle que brille.

Tusquets practica un hedonismo suave (como ha de ser el hedonismo) que permea todo el libro

Se ríe a veces y se sonríe siempre de los satisfechos de su propia importancia. Cita a Gabriel Ferrater: «Los críticos de arte contemporáneo son gentes, por lo general, de mente tan brumosa que uno llega a dudar de que sean capaces de hallar todas las mañanas la parada del tranvía». Tusquets practica un hedonismo suave (como ha de ser el hedonismo) que permea todo el libro, como se ve en las refrescantes páginas dedicadas a las sombras y sus distintas clases y categorías. Contra el fetichismo de la obra original, se marca una defensa de la copia. Estas frases se las he copiado para traerlas a nuestro jardín:

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[Sobre el arte abstracto] ¿Dónde está el sexo, la muerte, la memoria…?, ¿dónde el misterio?, ¿dónde el humor? Busco emoción y aquí sólo encuentro intrascendencia.

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Todas las monteras vidriadas de los patios andaluces han arruinado su magia. [La de la casa de mi abuela, desde luego.]

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No voy a explicar ahora con detalle mi decidida opinión a favor de la total reconstrucción de los monumentos antiguos de los que poseemos información suficiente, pero sí precisaré que una de las certezas en las que me baso es que difícilmente un espacio que ha perdido su cubierta, y por lo tanto su sombra, puede provocar emoción arquitectónica.

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La figuración está en un momento difícil; la de contenido religioso, mucho más, y la capaz de transmitir la gloria de la Resurrección, extinta.

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[Velázquez] Un hombre que no sabía muy bien si era el pintor, el jardinero o el aposentador del rey, cuya verdadera ilusión era obtener un título nobiliario, sin afán de explicar, de dictaminar o de crear escuela, parece que pinta bien porque no encuentra educado, correcto y elegante hacerlo mal.

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En cuanto uno reconoce su envidia, desaparece el rencor.

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No se puede comparar la emoción que transmite un pequeño bodegón de Morandi rodeado de coetáneas e inmensas pinturas abstractas en el Pompidou con la que sentimos al ver decenas de sus cuadros muy parecidos en una muestra antológica. [Temblamos al pensar lo que será verle la obra completa, entonces.]

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Viajar me corta el ritmo de trabajo.

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Pintar una oreja. Leonardo se levantaba para averiguar cómo estaba hecha mientras que Velázquez permanecía ante la tela investigando cómo se veía.

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Si cada mañana mientras se afeita [el artista] compara sus cosas con el friso de las Panateneas, el que unas señoras del Ministerio de Cultura no le seleccionasen para la Bienal de Valencia pierde mucha relevancia.

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Añorada época en que restaurar no constituía un sacrilegio.

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Una armadura es en sí misma una interpretación escultórica de la anatomía humana.

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[Prohibir resulta contraproducente] En sus antológicas memorias, Groucho Marx explica cómo paso de abstemio a alcoholizado grave durante la ley seca.

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Para mí es aún más difícil imaginar que Fidias, Vitrubio o Leonardo no pudieran cocinarse el pescado mediterráneo con tomate y unas patatitas; qué inexplicable error histórico.

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Continuamente confundimos estética y fotogenia.

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El creador, para no dispersarse, debe creer ciegamente en lo que hace, y para esto tiene que ser un poco bruto.

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Ya que había que hacerlo —en una actitud daliniana que admiro profundamente—, hacerlo lo más alegre y divertido posible.

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