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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El espaldarazo definitivo de Trump a Israel

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump

No puede decirse que Estados Unidos no se haya mostrado siempre, bajo cualquier administración, republicana o demócrata, como el más firme baluarte del Estado judío.

Trump ha decidido trasladar la sede de la Embajada de Estados Unidos en Israel de Tel Aviv a la capital oficial, Jerusalén, y esta decisión aparentemente sencilla y administrativa es uno de los fenómenos más importantes para la zona desde el reconocimiento del Estado de Israel. 
De hecho, en el mundo árabe se ha entendido perfectamente el significado simbólico de la maniobra, que supone un espaldarazo insólito a la posición judía en la zona, y hasta un aliado de Washington tan inamovible como Marruecos ha expresado a la Administración norteamericana su temor a que este traslado dificulte el proceso de paz en Oriente Medio. 
«Quiero transmitirle mi profunda preocupación personal y la extrema inquietud de los Estados y pueblos árabes y musulmanes ante las noticias recurrentes sobre la intención de su administración de reconocer a Jerusalén como capital de Israel y de trasladar a ella la Embajada de EEUU», reza la carta enviada por Mohamed VI a la Casa Blanca. 
¿Por qué es tan importante algo aparentemente tan trivial como cambiar una embajada para llevarla a la que, después de todo, es la capital oficial del Estado? 
No puede decirse que Estados Unidos no se haya mostrado siempre, bajo cualquier administración, republicana o demócrata, como el más firme baluarte del Estado judío. Ha vetado invariablemente todas las resoluciones de la Asamblea de las Naciones Unidas contra el Estado de Israel, que pese a su relativo alto nivel de vida y riqueza, sigue siendo la nación más favorecida por las ayudas de Washington. 
Israel tiene un fuerte lobby en la capital norteamericana, el AIPAC, y en su última comparecencia ante el Congreso norteamericano, el discurso del primer ministro israelí, Benyamin Netanyahu, fue interrumpido hasta cincuenta veces por los aplausos de los legisladores. 
Y, sin embargo, ninguna Administración había osado dar el paso definitivo de reconocer la capitalidad de Jerusalén. 
Del Estado de Israel, queremos decir, porque también lo es, oficialmente, de Palestina, un ‘país’ ocupado y fantasmal que, sin embargo, tiene asiento en la ONU y es reconocido por una mayoría de países.  
Es una capitalidad absolutamente teórica para la Autoridad Palestina, que opera desde Nablús a todos los efectos y teniendo en cuenta que el Estado judío se ha anexionado también el sector palestino de la ciudad, pero también el propio Estado de Israel divide sus organismos oficiales entre Jerusalén y Tel Aviv. 
Pese a su alianza con Israel, Estados Unidos, en su papel de ‘gendarme mundial’, está detrás del grueso de los ‘planes de paz’ para ese conflicto insoluble que representa dos pueblos reclamando la misma tierra en exclusiva. Y, hasta ahora, se ha partido de la idea de que, para hacer esa paz posible y convencer a las partes de que se sienten a negociar, Jerusalén no podía declararse capital del Estado de Israel. 
¿Ha renunciado Estados Unidos a negociar la paz en la zona? ¿Está dispuesto a alienarse las simpatías de todo el mundo musulmán, cerrado en banda desde el nacimiento del conflicto contra el Estado de Israel y en solidaridad con sus hermanos palestinos? 
Probablemente algo mucho más sencillo que todo esto: la decisión de Trump no marca el principio de un proceso, sino su final. Sería, en definitiva, la culminación de un proceso que lleva años gestándose y que consagra, en realidad, el cansancio de buena parte del mundo árabe con la causa palestina. 
Sinceramente, el mundo es para todos un lugar muy distinto a aquel que vio nacer la Liga Árabe y en el que todavía podía soñar con ‘echar al mar’ al Estado judío. No existe una poderosa Unión Soviética que pueda apoyar al mundo árabe frente al coloso americano, el panarabismo es una ideología muerta y enterrada (sucedida por un islamismo político con un cariz radicalmente distinto), Israel es un Estado fuerte y próspero donde, sobre todo, vive una mayoría de ciudadanos que no vienen de ninguna otra parte, que han nacido allí. 
Apoyar a los palestinos ya no tiene sentido alguno, mientras que llevarse bien con Israel trae un montón de ventajas. Complace al amigo americano y aporta a las petromonarquías del Golfo un aliado militarmente poderoso frente a un enemigo común: Irán. 
O, si se prefiere, el chiísmo. Desde Occidente es fácil imaginar el Islam como un bloque, pero en realidad está dividido en muchas sectas, especialmente en dos: chiíes y suníes. Los primeros están liderados por Irán y, los segundos, por Arabia Saudí, dos países que nadan en petróleo y que se miran hoscamente desde ambas orillas del Mar Rojo. 
Y es que una de las razones por las que las petromonarquías han dejado caer la causa palestina como una patata caliente es la alianza táctica de las guerrillas antiisraelíes de Hamas y Hezbolá, esta última chií y abiertamente aliada con Irán. 
De hecho, en los últimos meses se han multiplicado las señales, inicialmente cautas, de simpatía entre saudíes e israelíes, hasta las últimas declaraciones del nuevo hombre fuerte de Arabia Saudí, el Príncipe Mohamed ibn Salman, que ya no disimula su voluntad de reconocer al Estado de Israel. 
 
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