«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Del animalismo vegano a la hamburguesa

El animalismo antiilustrado provoca consecuencias, digamos, no deseadas. Mi amigo Carabén me envió anoche uno de esos videos cortos que forman la gran enciclopedia audiovisual de la imbecilidad. Los hay en número incalculable, pero pueden ordenarse en bloques temáticos: bailes, caídas domésticas, pompis voluptuosos, ejercicios en el gimnasio (éste se confunde a veces con el anterior), violencia callejera o accidentes de coche. Los millones de likes que acumula cada pieza determinan, obviamente, su éxito y, también, el estado de gracia en que se encuentra hoy la cultura popular. Me he dedicado a ver unas cuantas veces uno de tantos éxitos anodinos (cuenta con más de sesenta millones de likes): se trata de una chica que, al ritmo de una canción, hace tres o cuatro muecas faciales. Nada más; dura diez segundos. Warhol exageró mucho su profecía, la fama que todo el mundo viviría en el futuro durante unos interminables quince minutos, según el gurú pop. 

Pero retomemos el animalismo y el vídeo nocturno de mi estimado colega. La cosa va de perritos, o mejor, de una tristeza humana. Se ve a un señor sentado que confiesa haber abandonado la dieta vegana. Sabemos que esta religión culinaria (perdón) tiene su tótem en la ensalada mixta, en el sacrosanto aguacate. También en el principio de que los hombres somos una especie destructiva, insaciable en sus instintos devoradores de pobres e inocentes criaturas. Así que el nexo entre el amor a los seres inferiores y la conciencia de ser monstruos deriva en una dieta basada en las hierbas. Y ahí es cuando el testimonio del vídeo deviene dramático. Aquel hombre de gestos sencillos y suave acento hispano cuenta que, habiéndose convertido en vegano por conciencia ecologista, va un día paseando por la calle tan tranquilo, con la tranquilidad de quien se sabe cumplidor del ecodogma, y un perro le muerde. No es sólo la dentellada en la pierna, se trata del fin de la inocencia para este ciudadano ejemplar. Su testimonio no deja dudas: «Yo me estoy esforzando un montón por ellos y viene uno de su manada y me muerde», explica. 

El animalismo chalado, el que va contra el reconocimiento de la animalidad, produce pequeñas historias de terror. Sus militantes no suelen tener pajolera idea de los instintos, esos que rigen la vida salvaje que más o menos abandonamos hace miles de años en compañía de un puñado de cuadrúpedos. Nos servían de alimento, de pata de obra y como vehículo. Y, en una fase final disparatada, han sido elevados a familiares de pleno derecho. En ocasiones, parece que se estuviera originando un proceso de domesticación a la inversa: el domesticador, en un magnífico alarde de estupidez, está siendo domesticado. Pero el can o el gatito no intervienen directamente en el asunto, todavía no hablan aunque manden. El mismo humano, con un espejo, se encarga de modular su despreciable naturaleza, sus vicios ancestrales. Y la consecuencia es que el minino o el chucho se tornan reyes de la casa; y el hombre y la mujer, siervos satisfechos.

Las historias de terror, que adelantábamos unas líneas atrás, serían renglones torcidos. La naturaleza feroz. Aquel osito tan mono, como de peluche, que un americano metió en su casa de madera, alimentó y cuidó. Hasta que el animal fue aumentando su volumen, sus uñas creciendo y el carácter a mostrar, progresivamente, rasgos poco simpáticos hacia el dueño. Tras algún episodio muy desagradable en que el oso intentó degollarlo, el hombre consiguió meterlo en una habitación de tabiques reforzados y barrotes de hierro, a través de los cuales le lanzaba la comida. 

Volviendo a los vídeos caseros que pululan en redes, el éxito que obtienen los protagonizados por mascotas es apabullante. Cuenta con millones de likes el perro con ojos inquietantes o el gatito que acaricia el objetivo de la cámara. Y es tan divertido ver a un peludo viajando por la casa encima de un robot aspirador. Con más enjundia (un vídeo marrano) fueron conocidas del público español dos mozas que, organizadas bajo en nombre Almas Veganas, protegían a las gallinas de ser violadas por los gallos y llamaban «asesinos» a los pescadores. El audiovisual enseñaba a una de ellas retozando en el lodo junto a un cerdo. Se da la circunstancia de que la mujer había trabajado años atrás en un matadero porcino. Una vida de contrastes. Por cierto, el señor al que le mordió el perro termina su tremenda confesión con un broche de oro: «Dejé de ser vegano y me fui a un McDonalds».    

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