Galgos o podencos
OpiniónClásica expresión en nuestra literatura del fabulista Tomás Iriarte para definir situaciones en que unas diferencias menores entre las partes imponen un tono y trascendencia a la argumentación que acaba por anular el verdadero sentido del problema en cuestión y nos lleva a no resolver el dilema planteado.
En el caso de la sentencia emitida por el tribunal navarro, que tanto revuelo está levantado en el seno de la sociedad española, estamos ante un caso evidentemente de gran trascendencia por sus implicaciones a la hora de impartir justicia y las consecuencias que puede y debe tener en un futuro de cara al legislador, la judicatura y la propia sociedad en general.
Creo que habría que delimitar varios planos en esta cuestión, una cuestión es el aspecto jurídico que el caso tiene a nivel particular, el caso en sí, con la estricta ley en la mano sin prejuicios: la aplicación de la sentencia, nueve años de prisión, pena no menor desde ningún punto de vista si esta se cumple en su integridad; luego estamos ante una discusión del significado de las palabras que se concretan en ley escrita, en el contexto en que el delito se produce, según la interpretación de esa ley, y no de otra, por parte de unos profesionales magistrados, que efectivamente induce a un error de comprensión en el público no cualificado jurídicamente.
Posteriormente habría que analizar las causas de esa ira colectiva que dicha sentencia provoca en la ciudadanía: Efectivamente no son lo mismo nueve años que quince, pero no creo que esa sea la única razón de esta protesta…Mucho cuidado con lo que se desea, si llevamos interpretaciones multitudinarias al código y a la magistratura, muchos de los que protestan pueden descubrir consecuencias no deseadas. Sin duda la famosa ley de “Lynch” es una aberración de justicia, pero tampoco cabe duda que en muchos casos supuso un acierto práctico condenando a delincuentes de una manera rápida, efectiva y económica.
No se deben forzar decisiones judiciales, otra cuestión es que se acaten y se puedan criticar, aunque no en forma agresiva en manifestaciones públicas y políticas. Sobre todo cuando el origen de tanta disputa, aparentemente interpretativa, es en realidad una discrepancia de fondo: dicho problema está en el seno de una ley extremadamente garantista para el delincuente y poco sensible hacia las víctimas, una ley que según las fuentes oficiales “nos hemos impuesto por voluntad de la mayoría”, cuando probablemente no es tal, sino fruto de la preeminencia ideológica de las escuelas jurídicas permisivas y ultra garantistas de moda en este momento.
Basta señalar que hoy se afirma que el fin de la pena es casi exclusivamente la reinserción social del delincuente, nadie estaría en contra de la misma, aunque nadie se le ocurriría pensar que es el “propósito de la pena”, cualquiera con sentido común, sin ser jurista, sabe que el origen de las penas es en primer lugar el aislar al delincuente para proteger a la sociedad y castigar al culpable para disuadir la comisión de delitos… Tal elementalidad ha sido puesta en duda e eliminada de nuestro sistema hace bastante tiempo, medidas coercitivas reales solo se han impuesto en casos extremos como puede comprobar cualquiera con leer la prensa.
Lo malo para los defensores de estas interpretaciones idílicas penitenciarias es cuando entran en contradicción con los propios principios que las han inspirado, y resulta que el cuchillo corta por ambos filos: Puede haber, según los actuales denominados “gurús progresistas”, delincuentes políticamente correctos que son acreedores a la benignidad del perdón y la reinserción y a un trato preferencial y aquellos otros delincuentes que no son merecedores de tal tratamiento, pues se encuentra al otro lado, o más bien en el de siempre: la delincuencia sin más.
No es coherente que un violador común reincidente, veinte veces sea puesto en libertad para que siga cometiendo delitos, y en este específico caso se ponga el grito en el cielo, por una ciudadanía enfervorecida, simplemente porque el tema ha alcanzado dimensiones mediáticas de consecuencias que pueden ser utilizadas políticamente: que asesinos etarras sean puestos a la espera de volver a sus hogares, tras haber cometido docenas de asesinatos, tras miles de víctimas, y se pida, hasta por unos obispos, que se tenga comprensión y caridad, que hace unos meses hayan sido apaleados unos defensores de la ley y sus novias y aquí no hemos visto manifestaciones, al fin se va a poner en marcha una ley para protegernos del robo y del asalto de unos delincuentes que ocupan nuestras casas, mientras hay ciudadanos que les votan para que ocupen cargos en puestos de poder…
No es el sistema jurídico el que está en crisis sino el propio sentido común, el sistema jurídico es consecuencia en última instancia del sentir colectivo, y si no lo es, algo no estamos haciendo bien, algo estamos permitiendo por pasividad: de nada sirve lanzarse a la calle a vociferar irreflexivamente sin querer ver el verdadero origen de los problemas, si no lo hacemos, es que acabaremos por merecerlo, el “Karma” existe. Personas de características parecidas a los salvajes de “La Manada” las vemos a diario en los medios públicos, individuos de esa catadura y con tal falta de principios, moral y dignidad, son incluso jaleados en series y “realities” sin el más mínimo recato.
¿Que la ley debe cambiar para mayor protección de los ciudadanos, hombres y mujeres no para lo contrario? Sin duda, desde hace mucho tiempo, ¿Qué el delincuente debe estar en la cárcel el tiempo que corresponde a su sentencia? Por supuesto. ¿Qué el sistema debe ser ágil y resolutivo quien lo puede poner en duda? Quizá aquellos que se benefician de tal lentitud e inoperancia.
Que sería deseable que jueces y magistrados prescindiesen de sus ideologías a la hora de dictaminar sus resoluciones e instrumentar sus causas: ¿Lo puede poner alguien duda? Desde luego si hubiere alguien que defendiere esa singular teoría del “uso alternativo del derecho” que convierte al juzgador en un funcionario cuyo objetivo es impartir justicia social y ordenar este mundo desorganizado según sus personales y políticos criterios, deberá ser expulsado del cuerpo…Los hay, y son causantes de muchos de los disparates del sistema.
Efectivamente hay muchas cosas que deberían cambiar para que individuos como los sujetos de “la manada” estén entre rejas más tiempo, pero eso también pasa por que otros muchos, que alientan y protegen ideológicamente a ese tipo de personas, siempre curiosamente coincidan con sus “filias” y ataquen a sus “fobias”, también estuvieran a buen recaudo.
Lo realmente asombroso si nos paramos a pensar es que no haya más manifestaciones multitudinarias, expresiones de la “soberanía popular” según sus convocantes, que fuercen a los políticos y legisladores a tomar aquellas iniciativas y decisiones necesarias: ¿Qué tal una manifestación nacional para que se ponga en marcha de una vez el plan hidrológico, o que se recorten las estructuras superfluas municipales, autonómicas, nacionales e internacionales, una contra el comercio ilícito de contrabando o la impunidad de la pequeña delincuencia? ¿Solo hay manifestaciones cuando las organizan e impulsan determinados grupos ideológicos? Nos hacen sospechar independientemente de la justicia de la causa de sus verdaderas intenciones… ¿Cómo pueden por un lado rasgarse las vestiduras con barbaridades como el asunto de Pamplona y por otro lado pretender que no es humanitaria la prisión permanente revisable?
Contradicciones unas detrás de otra, incoherencias, desviaciones culpables, manipulaciones, tergiversaciones, ocultaciones, sería bueno que se indagara a fondo, hay más de lo que se dice en la protesta que se manifiesta contra esta sentencia, más que las simples palabras de “agresión” y “abuso”, nueve o quince años, jueces “carcas” o “progresistas”…Debería ser un clamor para que la ley vuelva a proteger a las víctimas o si se prefiere en otras palabras a cualquier sujeto objeto de agresión física o jurídica.
Unos jueces por comodidad, por dejarse llevar, por complejos inducidos, y otros por ideología se han desviado del objetivo de la ley, que está por encima de cualquier voto o sistema electoral.