La seducción del papel en blanco
Opinión“Son buena gente, estupendos conversadores y grandes bebedores. Pero muy neuróticos, una pandilla de maniáticos”…
PUBLICIDAD
El folio en blanco. El tópico del escritor ante el turbador, poderoso, absoluto folio en blanco. Dejémonos de tonterías, parafraseando a García Márquez “la verdad es que cada quien escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es el manejo de sus instrumentos, sino el acierto con que se ponga una letra después de la otra”. Tu mirada se abandona hacia la pared. En blanco también. Como el que ve pasar un tren. Absorto. Miras de reojo a los clásicos y ellos desde la inmensa biblioteca parecen juzgarte. Recuerdas las palabras de María Dueñas: “Jamás tuve la ambición, ni la intuición, ni el sueño de convertirme en escritora, en absoluto” mientras tú entras en un bucle criminal para devanarse los sesos porque sí sueñas con ver tu nombre entre los autores más vendidos. Te sube un calor improcedente en diciembre. Empiezas a perderte en la espiral del cartel de la película Vértigo que decora tu habitación. Ida y vuelta en el pequeño espacio hasta dar con ese par de frases que serán el punto de partida de una historia que busca su lugar desde hace días… Aun sabiendo que encontrarás las palabras adecuadas y seguirás con el mismo entusiasmo de siempre ante un próximo texto, pero con esa duda, incluso decepción, por no haber conseguido expresar todo lo que querías plasmar en él. Entonces, rehaces el párrafo. Ya lo avisó Luis Cernuda: “Las mejores palabras en el mejor orden”. Los personajes se van por la tangente. No es tu mejor tarde. Cuando ya estabas a punto de tirar a la papelera el trabajo de una mañana un mensaje inesperado a tu móvil da pie a que la historia de un vuelco. Cuánta razón tenía Cervantes, en esto de escribir sólo hay industria o lo que es lo mismo trabajo, trabajo y trabajo.
Modos y maneras
Tranquilo, no eres tú… Sobre Chandler, Vázquez Montalbán nos recordaba que “siempre se quedaba empantanado y eso que antes de empezar ya tenía el personaje, el escenario, la rutina”. De Juan Rulfo sabemos que después de Pedro Páramo se estancó para siempre. Por eso cuando encuentras ese comienzo te agarras a él como al único tronco en medio de la tormenta y te acuerdas de algo que leíste a Félix de Azúa: “Escribir es la más inútil de las actividades imprescindibles”. Para unos es el arranque, “si yo no tengo el comienzo no arranco. Nunca me siento a escribir si no tengo la primera frase. Creo que lo más complicado es lograr una estructura, seleccionar la información, lograr que la nota tenga un equilibrio, porque uno con suerte usa el cinco o diez por ciento del material que investigó, por lo cual ese porcentaje debe estar muy decente para que no resulte farragoso, pesado”, explica Leila Guerriero. Santiago Gamboa se inclina por, “imaginar una novela descomunal, pues la escritura es un proceso de pérdida: se sueña con una catedral y al final se logra una iglesia de provincia. Luego escribir de forma obsesiva. A veces basta con pensar intensamente en lo que se está escribiendo. Pero a veces, pues no hay que olvidar que las novelas tienen muchas páginas y alguien debe hacerlas”.
Leer Fantasmas del escritor (Galaxia Gutenberg), del narrador, traductor y articulista Adolfo García Ortega, me ha llevado a preguntarme sobre “esas oscuras motivaciones que llevan a un hombre a escribir”, una especie de revelación a través de sus testimonios para desvelar esas “obsesiones íntimas”. García Ortega discurre desde Caravaggio a Nabokov, nos descubre la poesía de Wittgenstein; seguimos por Rushdie, de John Ford a Doctorow, el paso del tiempo, la música, Gonzalo Suárez, Annie Ernaux, el canibalismo, Stevenson, Longares, los autómatas, Bill Viola, Nabokov, de Julian Herbert a DeLillo, de Álvaro Mutis a Robert Bresson, de Charlie Parker a Cabrera Infante, de Rimbaud a Pessoa… Eso sí, el autor nos avisa, “nunca he querido configurar un canon literario, sí un índice de coordenadas para interpretar cada ángulo, cada margen, a los que se enfrenta uno a la hora de escribir”. Esa voluntad enciclopédica de abrir puertas a otras lecturas preside este libro, a través de 221 reflexiones, para averiguar cuáles son esas visiones del escritor y, nunca está de más, descubrir qué tipo de escritor o lector eres tú. Donde el autor, de alguna forma, toma parte decidida creando un todo hablando de escritores, del placer de leer no sólo la escritura y otras disciplinas como el cine, la pintura, la música porque, efectivamente, la literatura sin estos campos, ni la propia vida, sería nada.
De Moix, Mendicutti, Rosa Montero, Leila Guerriero…
Porque “la escritura es una manera de ser”, proclamaba Ana María Moix. Y no siempre tirando de un canon de clásicos o contemporáneos. De repente salta la anécdota elevada a categoría como en esas tertulias familiares de Mendicutti sobre una vecina, “una prima de Rafael Alberti, María Merello, que era estupenda leyendo en voz alta, y que me enseñó muchos cuentos de la tradición oral, incluidas las vidas de santos”. Le encantaba la vida de San Tarsicio, en medio de los centuriones romanos. Aquella abundancia de historias extraordinarias, contaba el cronista, “le hizo agarrar un día un fleje de papeles, los cosió con un hilo e hizo su primer libro. Con las historias de María Merello”. Pero sin olvidar que, “es necesario haber leído previamente mucho. Puede parecer paradójico, pero sólo habiendo leído mucho se puede intentar la aventura de ir en busca de la frescura, del gesto que devuelva al arte la potencia que tuvo en sus orígenes”, aconseja Vila-Matas.
En todo caso, el oficio no pudo definirlo mejor María, la viuda de Juan García Hortelano, “son buena gente, estupendos conversadores y grandes bebedores. Pero muy neuróticos, una pandilla de maniáticos”, describía conocedora de la batalla titánica, en ocasiones, del autor ante el papel. Una vez alcanzado el trance final, el periodista y escritor Alberto Salcedo nos habla de “’la prueba de la gaveta’, el dejar al texto final una especie de distancia, de barbecho, un par de días después de la última corrección y que, mágicamente, cuando vuelves a él se revelan muchas cosas”.
Elena Poniatowska, escritora, periodista… añadía, en El País, un ingrediente imprescindible en la evolución de la tarea de escribir. El humor: “Con la página en blanco comienza la inmensa aventura frente a la mesa de trabajo, bueno, antes era una mesa, ahora es una pantalla también espantosamente blanca y llena de trucos, trampas, escondites porque una sola tecla te borra el alma. Hay días buenos y días malos. En los malos, todo va a dar al cesto de la basura, en los que uno cree buenos, sale media paginita y uno se esponja como gallina roja. Es más fácil poner un huevo que escribir. Escribir me cuesta un huevo y la mitad de otro. Bueno, como si yo tuviera huevos”.
Y con algo para picar. Unos con caramelos de café que acompañan, asegura, las horas de escritura de Rosa Montero. Y otros sumergidos en esa ausencia que es el cavilar entre paseos de la habitación a la cocina, de la cocina a la terraza… “pensar, imaginar, es una forma de organizar un poco las ideas en esa aparente pérdida de tiempo. Cuando uno entra en un proceso de escritura no para de escribir nunca, ni cuando se detiene a preparar un café”. Por eso es tan interesante escribir en soledad, “incluso en una vivienda, porque uno arma ese caminito entre el estudio y la cocina para calentar un té o lo que sea”, señala Leila Guerriero.
Pero siempre, eso sí, con la determinación del mexicano Carlos Fuentes, “miedos literarios no tengo ninguno. Siempre he sabido muy bien lo que quiero hacer y me levanto y lo hago. Me levanto temprano y a las siete-ocho de la mañana ya estoy escribiendo. Ya tengo mis notas y ya empiezo. Así que, entre mis libros, mi mujer, mis amigos y mis amores ya tengo bastantes razones para seguir viviendo”.
Finalmente, si todo lo anterior no os sirve de nada, rezad. O, mejor, seguid un consejo suplementario en modo de plegaria, el de Santiago Gamboa: “Cada día, para concentrar fuerzas, se pueden decir en voz alta estos versos: Prometo querer narrarlo todo y contra toda esperanza. / Prometo ser sincero en la verdad y en la mentira, y prometo contradecirme. / Prometo no ser tan “versátil” como algunos editores quisieran. / Prometo no ser nunca un escritor sin escritura. / Prometo reescribir, tachar, borrar y maldecir hasta quedar sin aliento. / Prometo todo esto, Señor, en nombre de tantos autores caídos en el campo de batalla de la página en blanco. / Prometo también algo muy sencillo. / Repetir cada mañana esta plegaria: / “Señor, no soy ávido / sólo te pido 500 palabras”.
Aunque, reconozcámoslo, la labor de escritor a la que nos lanzamos esconde ese deseo que Gabriel García Márquez ha confesado, sin pudor, siempre: “Escribo para que mis amigos me quieran más”.