La libertad de expresión y sus enemigos
OpiniónPocas expresiones tienen para el hombre contemporáneo más importancia, ni generan a priori más polémica y unanimidad en su defensa, que la libertad de expresión.
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Tendemos a ver a su peor enemigo en el político poderoso que desde el gobierno no tolera críticas, y ejerce la censura violenta como forma de mantenerse en el poder y evitar verdades incómodas. Algo hay de cierto en ello, naturalmente: pero creo que es una forma sencilla y fácil de ver el problema, aunque bastante desenfocada y contraproducente: lo que caracteriza a la libertad de expresión en este arranque del siglo XXI son dos cosas. En primer lugar, que no se limita al ámbito de la lucha política, ni está impulsada por el Estado: lo que la caracteriza es, por un lado, que se dirige a aspectos íntimos del ser humano, alejadísimos de la lucha política.
Nunca en el pasado ningún tirano había querido, y podido, ejercer la censura incluso dentro de la conciencia del hombre, de su pensar, de su querer o de su actuar. Por eso en segundo lugar, los nuevos enemigos de la libertad de expresión no son ya primariamente los políticos, sino que incluso éstos son víctimas de la censura, como lo son otros miembros de la sociedad.
La censura en el periodismo
En primer lugar, antes aún que los políticos, son los periodistas los primeros en ejercer o proponer con saña la censura frente a las opiniones minoritarias: de hecho, con tanta más saña como minoritarias aparezcan. Hay obviamente diferentes motivos, muchos de los cuales se nos escapan: los intereses económicos de las grandes corporaciones, la ideologización creciente entre jóvenes profesionales, la escasa formación intelectual y cívica de promociones enteras de periodistas salidos de las universidades, o las servidumbres del periodismo superficial del siglo XXI, el de twitter y youtube. Todo ello ha creado la figura de un periodista banal y superficial en el rigor, pero sumamente agresivo ante las opiniones ajenas, especialmente si son minoritarias.
El periodismo se ha uniformizado hasta el límite, haciéndose agresivo en esa uniformidad. Intereconomía sabe bien qué es sufrir esa agresividad de la mayoría. En relación con la presidencia de Trump, se denuncian públicamente a los trumpistas, o simplemente a los no suficientemente antitrumpistas, como antes se hacía con el Tea Party o anteriormente con el reaganismo; en relación a la deriva de la Unión Europea, los medios denuncian con gravedad la eurofobia y el auge de la ultraderecha antieuropea; se denuncia a los jueces, escritores homófobos o islamófobos. A los escritores, intelectuales, jueces, empresarios machistas: nadie escapa a la etiquetación ideológica, al señalamiento y al apartheid de los medios. Y son esos medios los que exigen la mordaza antes de que a ningún político se le haya ocurrido pensar en ella.
Y es que la mitología mediática presenta a los periodistas como víctimas de los políticos: pero es más bien al revés. Son los medios los que señalan al político culpable, lo juzgan, lo condenan y lo ejecutan. Para evitarlo, el político se rinde ante la jauría mediática: y cuando no se rinde, asistimos al efecto Trump: el político enfrentado a la corrección política de los medios con un enorme coste: ¡son los medios los que piden el impeachment, los que piden a twitter que cierre su cuenta! En fin: lejos de ser una salvaguarda de la libre discusión, los medios de comunicación actuales tienden a ser los primeros en pedir la censura: lo hacen incluso imponiéndose sobre los propios políticos, que son habitualmente víctimas de la falta de rigor y la demagogia que recorren la prensa y las televisiones.
Las ONG sin ‘ánimo de lucro’
En segundo lugar, hay toda una constelación de organizaciones e instituciones “no gubernamentales” instaladas en la censura intelectual, cultural o artística. La agresividad es mayor cuanto de mayor calado humano y social es el asunto tratado: es decir, cuanto más importante es para la persona. Aquí destacan obviamente las organizaciones LGTB, con observatorios destinados a detectar, perseguir y eliminar civilmente rivales ideológicos. Pero no son las únicas: asociaciones feministas, observatorios contra la “discriminación religiosa”, movimientos ecologistas, de defensa del inmigrante, incluso asociaciones gremiales defienden cada vez con mayor violencia la censura y la mordaza contra opiniones ajenas.
La libertad está ya tan erosionada que emitir opiniones o informar sobre cualquiera de estos grupos humanos es ya arriesgado, puesto que su brazo judicial es ya fuerte y llega hasta la política: es el caso de la Ley mordaza LGTB de Cristina Cifuentes, verdadero brazo armado del lobby gay, destinada a acabar con la libertad de expresión de sus críticos. O el entramado creado a partir de la Ley de Memoria Histórica, destinado a perseguir y amordazar a quienes no defiendan la versión frentepopulista de la Guerra Civil.
Curiosamente –o no- muchas de estas ONGs y organizaciones viven y se desarrollan gracias precisamente a los fondos públicos recibidos: es una broma macabra, porque viven de los impuestos de las personas a las que persiguen. Generalmente además, este tipo de asociaciones se integra bien en la censura mediática: sus expertos justifican en prime time la persecución y el delito de opinión, y a menudo proporcionan a los periodistas materia para señalar mediáticamente a personas o instituciones.
Muchos políticos ceden también ante estas organizaciones, por su supuesto buen fin, por las supuestas causas que dicen defender o por miedo a la etiqueta. Lo políticamente correcto tiene en los políticos a su principal víctima: obedecen de mala gana ante el riesgo de ser señalados por estas organizaciones como machistas, homófobos o racistas, poniendo en riesgo su carrera política. El supuesto objetivo filantrópico, mezclado con habilidades jurídicas y administrativas para la censura, han convertido a las ONGs en elemento esencial contra la libertad de expresión.
La globalización
En tercer lugar, existe una internacional de la censura, radicada en organizaciones internacionales que, escapando al control de los países, legislan cada vez más en materia de libre opinión y pensamiento: el caso de Naciones Unidas o de la Unión Europea es paradigmático. En el caso de la ONU, organismos de expertos dictan normas sobre cómo obrar y como no obrar, qué costumbres se deben imponer y cuáles no. Lo hacen, además, para toda la humanidad y en nombre de la mismísima humanidad.
Así, la OMS no sólo aspira a mandar sobre los cuerpos de miles de millones de personas, sino también sobre sus mentes: señalando a personas y gobiernos que incumplirían con la ciencia y con el bienestar de la humanidad al mismo tiempo. En nombre, de la ciencia médica, denuncian y persiguen a aquellos que en materia de salud sexual o cambio climático no siguen o promueven determinados hábitos y costumbres. Que incluyen, naturalmente, la tutela de esos mismos organismos a escala global.
En el caso de la UE, en la búsqueda de un ethos común a todos los estados miembros, se ha desarrollado un tipo de ética miserable: una mezcla de relativismo y tecnocracia que castiga al pensamiento fuerte. La denuncia de quienes recuerdan las raíces cristianas de Europa, o de quienes alertan del peligro de la islamización vía demografía del viejo continente, forma parte del europeísmo que alerta contra la eurofobia, el populismo o la extrema derecha. Es el caso de Hungría, lo suficientemente representativo: las sanciones, las amenazas poco disimuladas contra Budapest se han convertido en lugar común desde el búnker de Bruselas.
Tanto es así, que no pocos de los argumentos que los censores esgrimen están basados precisamente en tal o cual directiva internacional: el político se encoge de hombros y se remite a las directrices de Bruselas, órdenes impuestas a los Estados miembros. Otras veces, evita en lo posible desairar a ésta o aquella agencia de Naciones Unidas: ¿qué gobernante desea ser puesto en el punto de mira por la ONU o la UE?
La Educación
En cuarto lugar, la educación, en especial la educación universitaria, es también hoy en día un ámbito creador de censura. Creador en el interior, pero también creador de un determinado tipo de graduado tendente a ella en su vida profesional y personal. Así, el fenómeno de los “safe spaces” en las universidades norteamericanas se importa rápidamente a Europa: todo profesor sabe hoy en día que los temas tabús se multiplican en las aulas, paralizando cursos enteros. Se trata de no soliviantar o molestar a éste o aquel colectivo, de evitar llamar la atención de los medios, de enojar a éste o aquel sindicato de estudiantes: la denuncia sobre el racismo, el machismo, la homofobia planean de manera asfixiante sobre las aulas, creando cada vez más áreas prohibidas, que son cada vez más amplias y profundas, porque afectan a cuestiones de la vida humana y social insoslayables en las aulas. En el otro extremo, cuando no se trata de no molestar, se trata de agradar a esos mismos grupos.
Los profesores son así al mismo tiempo víctimas y verdugos. Víctimas porque son ellos los que cada vez más evitan determinados temas que les puedan poner en apuros ante, de nuevo, los medios de comunicación, la universidad o los ministerios. Verdugos porque ejercen ya la censura previa, sobre sí mismos y sobre los demás. Y porque, participando de la normalización de los tabúes, normalizan en sus alumnos la tendencia a la censura y la autocensura. Lejos de formar, la educación se desliza hacia la deformación.
No hay que buscar en la zahúrdas del poder ni en los despachos de los gobierno, a los grandes censores de hoy en día; sino en los medios de comunicación, en las ONGs, en las organizaciones internacionales y en el mundo educativo. Son los periodistas, los activistas políticos, los burócratas y los profesores quienes, hoy en día, ejercen, defienden o justifican la censura. Lo grave del asunto es que todos ellos promueven la censura mucho más allá de lo político; lo hacen además, respecto a cuestiones humanas esenciales. Esta censura va dirigida a la conciencia. Nunca habían llegado los enemigos de la libertad de expresión tan lejos.