'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
Los amigos dictadores de Nelson Mandela
Por Redacción
16 de diciembre de 2013

Aunque es difícil destacar un detalle especialmente esperpéntico en esa combinación de comedia de los errores y ceremonia de canonización New Age que fue el funeral de Nelson Mandela, sí nos parece significativa la actitud del senador norteamericano y nueva estrella del Partido Republicano Ted Cruz, que abandonó muy digno la celebración cuando subió a la tribuna para lanzar su elogio fúnebre el dictador cubano Raúl Castro.
 
Más que el vaudeville mudo protagonizado por el matrimonio Obama y la premier danesa, más que el intérprete del lenguaje de signos que hizo con las manos lo que Dios le dio entender antes de poner como excusa que es un esquizofrénico violento –¡a un metro de los principales líderes de la Tierra!–, la espantá de Cruz retrató la escena. Ningún otro detalle subraya tan nítidamente la batalla perdida de la derecha mundial en el campo de la propaganda, porque resulta cómico que un invitado al funeral de Mandela de quien, con toda seguridad, Madiba no habría oído hablar en su vida, pareciera indignarse y sorprenderse de la presencia de un tirano comunista en el velorio de un comunista. Es como si esperásemos ver al rabino mayor de Jerusalén en las exequias de Bin Laden.
 
Los conservadores demócratas de todo el mundo, desde el ex candidato McCain a nuestro presidente del Gobierno, parecen haber aceptado el mito de que Nelson Mandela era, meramente, el creador de la nueva Sudáfrica, destructor del nefasto régimen del apartheid, “por encima de las ideologías”, algo que sin duda haría sonreír al noble xhosa autor de Cómo ser un buen comunista.
 
La realidad que no deja ver el mito es que, entre las amistades personales de Mandela, hubo muchos más dictadores que mandatarios demócratas, desde Muamar Gadafi (“Mi hermano líder, mi hermano líder”) hasta el feroz Robert Mugabe, de Zimbabue, pasando, naturalmente, por los hermanos Castro.
 
Nelson Mandela fue un gran hombre, precisamente, porque supo dejar de lado su ideología y comportarse como un estadista en un momento crucial para Sudáfrica. Alaban los vates de la modernidad que “renunció al camino fácil de la venganza para decantarse por el del perdón”, pero eso es solo retórica.

 

La venganza, frente al magnífico y curtido ejército boer, hubiera sido cualquier cosa menos fácil; hubiera sido una locura cuando De Klerk le ofrecía gratis la victoria. Supo verlo y hacerlo ver a sus socios del Congreso Nacional Africano, y esa fue su grandeza. Todo lo demás es un peligroso mito. 

 

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