La frase «estamos ante la generación más preparada de la historia» es tan creíble y cierta como la cara de sorpresa de Ábalos ante la prensa al ser preguntado por Koldo. Su Koldo que ya no es suyo. El caso es que como nos movemos ya en el maximalismo constante, todo es lo más de la historia. Ya metida en gastos, les ruego que me permitan mi pequeña cuota para decir que estamos ante el Gobierno más corrupto de la historia de los últimos quinientos años. No tiene nada que ver con mi columna, pero es verdad. Gracias. Continúo.
Escuchaba esta semana a David Cerdá, compañero del metal en La Gaceta y conocedor en profundidad del asunto, decir que no estamos ante la generación más preparada de la historia, sino ante la más titulada. ¡Amigo! Sutil diferencia en la que muchos ya no tienen capacidad —mental— de reparar. Aquellos que despliegan currículum cual rollo del Mar Muerto —por su inmensa valía— y lo exhiben llorosos en La Sexta porque no comprenden que hasta ahora no les haya servido para nada.
Lo explicaba Cerdá de forma muy sencilla: se ha bajado el listón de tal forma que se accede a los títulos con mayor facilidad, pero con unos resultados pésimos para el alumno. No se les ha hecho ningún favor. El joven no tarda en darse de bruces con la cruda realidad, que no deja de ser la misma que hace 20, 30 o 60 años. El mercado de trabajo no perdona, quiere gente que sepa. Otra cosa es que ya se admitan cosas que antes no se toleraban en ciertos ámbitos porque no hay otro remedio. Me desequilibra los chacras leer algunos correos electrónicos —no sólo de graduados, sino de doctores— ilegibles porque nadie les presentó las tildes ni los puntos, y si los leo de corrido en voz alta caigo muerta por falta de aire.
El sistema estafa a padres e hijos. Muchos padres creen que sus hijos han llegado donde ellos nunca pudieron hacerlo, y los hijos se pasean por la casa como pavos reales sin saber hacer la ‘o’ con un canuto. Legiones de jóvenes se creen la pera limonera, se dignan ir dando lecciones por aquí y por allá y, a la hora de la verdad, presentan una comprensión lectora penosa, un desconocimiento de la historia total y un problema con las matemáticas grave. Esto no lo digo yo, lo dicen los informes PISA, las estadísticas, las comparaciones con otros países —explica Cerdá— y se refleja en la mayor dificultad para incorporarse al mundo laboral por parte de las criaturas. Nos hemos hecho trampas al solitario. Les decimos a nuestros niños que llevan una equipación Porche y son unos pobres SEAT Panda —abrazo, maduritos—.
Si nos preguntamos en qué hemos fallado, qué es lo que deberíamos hacer y no hacemos, lo primero que tendríamos que mirar es la escuela. Gregorio Luri citaba hace poco en su artículo ¿Ha muerto la escuela? a Jacques Julliard, autor del libro “L’Ecole est finie” (Flammarion, 2015). Puesto que el título lo dice todo y por analogía es del todo aplicable a España, lo suyo sería que terminara aquí mi columna y guardara un honroso silencio, que diría mi padre. Si Luri se pregunta y Julliard lo afirma, qué voy a decir yo, como mínimo que la escuela y todo el sistema educativo está en la UCI y el médico está de parranda.
Gregorio Luri hace un breve resumen del autor de “L’Ecole est finie” que describe un estado de las cosas perfectamente reconocible en España: «Julliard creía que la escuela muere cuando cae de manera alarmante el nivel general de los alumnos, cuando se reduce drásticamente la exigencia, cuando la administración ejerce de manera constante una fuerte presión sobre los docentes para reducir el uso de los codos bajo la excusa de la benevolencia y la equidad, cuando el mérito se ve como el resultado de un privilegio de clase, cuando el imperativo de la nivelación impone, de facto, el abandono del rigor, la emulación y la alegría intelectual, es decir, el abandono de la aspiración a la belleza, al bien, a la verdad».
Y yo, que no soy nadie, añado: la escuela muere cuando los padres de la criatura creen que su tocinillo está por encima del profesor y le permiten no acatar su autoridad. Esa es la piedra de toque que da al traste con todo el sistema y con toda una sociedad.