Obsolescencia en política
OpiniónLo que también comprobamos es que otra de las constantes en el ejercicio del poder y sus formas, en todas las culturas y latitudes, es que dichas fórmulas han experimentado cambios, el modelo no es un fenómeno lineal estático ni unidireccional.
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Toda forma de gobierno, independientemente de en qué fundamente su legitimidad, de la base a la cúpula o de la divinidad a la cúpula, es un mecanismo que las colectividades humanas se han dado a sí mismas, directa o indirectamente, cuya función básica es organizar y dirigir a esa agrupación a lo largo del tiempo para conseguir una serie de fines que le son imprescindibles para su supervivencia: protección y bienestar, como entidad diferenciada de otras similares en un entorno de competencia para conseguir, disfrutar y transmitir unos bienes que son esenciales a la hora de definir y dar sentido a esa comunidad.
Las formas que dichos gobiernos puedan asumir, han quedado definidas desde hace siglos, y en la práctica siempre acaban en alguna forma de colaboración por parte de un grupo, ya sea monárquico con sus colaboradores, aristocrático u oligárquico, o democrático a través de representantes populares. A la hora de la verdad, siempre estaremos hablando de una “camarilla” en sentido amplio, que justifica su protagonismo en función del bien común.
En la medida que su sinceridad, honestidad y verdadera vocación a ese servicio público prevalezca y sea cierta o no, aun con fallos, los gobiernos serán acreedores de una calificación positiva o negativa a juicio de la ciudadanía y de la historia.
En resumen, continuando con la clave clásica: para valorar al ejercicio de cualquier forma de poder y su justificación, lo prioritario y más importante estaría en lo que denominaban la “virtud” de las personas que lo ejercen, no tanto sus formas. Por supuesto que el significado de “virtud” habría que traducirlo en términos actuales por una combinación de capacidad, competencia, dedicación, honestidad y fidelidad.
Es decir que para los clásicos no importaba tanto que un gobierno fuera ejercido por uno, pocos o muchos, siempre y cuando sus protagonistas tuvieran “virtud. Lo que les llevaba a que la formula aristocrática, en el sentido estricto del término: “los mejores”, que hoy podríamos traducir por una meritocracia, sería la ideal.
Dada la fragilidad de la naturaleza humana y la experiencia, pronto se llegó a la conclusión de que a todo poder para que no sobrepase unos límites, habría que imponerle contrapoderes, que con el tiempo se institucionalizarían, primero en censores, cortes, parlamentos, asambleas… y finalmente en la famosa “división de poderes” de Locke y Montesquieu en el siglo XVIII.
Lo que también comprobamos es que otra de las constantes en el ejercicio del poder y sus formas, en todas las culturas y latitudes, es que dichas fórmulas han experimentado cambios, el modelo no es un fenómeno lineal estático ni unidireccional, sino que se ha ido adaptando, a través de alteraciones traumáticas o pacíficas evoluciones, en función de las necesidades y contextos de cada momento para mejor adaptarse a las condiciones prevalecientes de cada época, lugar o circunstancias.
Ha habido momentos en que la fórmula monárquica sucesoria ha sido la más conveniente, en ocasiones la electiva, en otros la figura del dictador se ha impuesto, otras en que el sistema parlamentario era el que mejor se adaptaba a los desafíos de esa sociedad, otros en que se requería, por el bienestar de la nación, la colaboración del pueblo en asamblea. Actualmente en el mundo occidental, teóricamente, prevalece el sistema parlamentario y de partidos dentro de un sistema de controles constitucionales. Digo teóricamente, pues dada la complejidad de la sociedad moderna y el alcance de los mecanismos de influencia y control, tan diabólicamente eficientes, resulta un acto de fe creer que unos diputados, cuanto más los ciudadanos, puedan controlar a los partidos en el poder, desde el gobierno o desde la misma oposición.
Lo que no es óbice para que en otras partes del ancho mundo, mayores y más habitadas que Occidente, prevalezcan otros criterios que a su vez han ido afirmándose a lo largo de la historia, y variando, alternándose igualmente, y que ellos, sus minorías gobernantes, consideran más aptas para la administración de sus sociedades respectivas. Sociedades con las que, para bien o para mal, nuestro modelo tendrá que convivir. La “conversión” a nuestra religión política, vocación tan arraigada en Occidente, primero religiosa y ahora política, tendrá que replegarse si pretendemos convivir
Esto nos lleva a una conclusión, quizá no apetecida por la opinión políticamente correcta, de que el actual sistema de sufragio universal que alimenta a los partidos, convierte al sistema parlamentario y al estado de derecho más que nada en una pantalla o escenario en el cual los elementos que ansían el poder y el control dentro de los grupos, ensayan y ejercen sus fuerzas para conseguir sus fines. El resultado de esta lucha para el bien común estará en función de lo que los clásicos denominaban “virtud” de sus contendientes y de la verdadera intención de esa declarada vocación de servicio público: el que esta declaración no sea más que un camuflaje para encubrir una lucha por el poder en base a supremacías personales o ideológicas. En resumen un vehículo para satisfacer la ambición de algunos frente al interés colectivo.
Desgraciadamente, cuando comprobamos que hoy, en la práctica, en el juego de la política prevalece la ambición personal y la intención de alcanzar el poder, utilizando todos los mecanismos del sistema para conseguir sus fines, ¡que son muchos más que en épocas pretéritas!, y que el verdadero sentido de lo que debiera ser el servicio público es una realidad travestida, se deduce que tarde o temprano se tendrá que abrir paso un sistema que vuelva a valorar principios y fines, más acordes con las necesidades reales de la sociedad.
No hace falta, al menos en España, ser un sabio ni profeta para darse cuenta de que nuestro sistema está haciendo aguas, la existencia de tantos grupos e individuos que carecen de capacidad ni competencia para ejercer cargos de enorme responsabilidad y ver el poder de que disponen, la falta de objetivos lógicos ni principios morales que exhiben, comprobar el oportunismo de personajes encumbrados a puestos de enorme trascendencia, el enriquecimiento injusto por parte de personas ejerciendo cargos públicos, mediocridades al frente de instituciones, la exaltación del demérito y la falta de vergüenza, pero sobre todo la preocupante falta de reacción de una masa que pasivamente tolera y apoya todo ello a cambio de prebendas, son síntomas de que este modelo está agotado. Estamos asistiendo a la degeneración de un sistema, teóricamente “perfecto”, pero que se ha olvidado de los principios básicos clásicos: la “virtud” de los protagonistas de este drama. Si falla lo esencial no hay mecanismo, “democrático”, “oligárquico” ni monárquico”, que pueda sobrevivir a la larga.
El modelo político socialdemócrata, camuflado de liberal tras las bambalinas parlamentarias, es una forma de ir introduciendo el socialismo por etapas en lugar de súbitamente, que ya ha experimentado el mayor de los fracasos. Al final, aunque más despacio, nos lleva al mismo destino. Es una convicción cuasi religiosa que se apoya más en un deseo que en una realidad objetiva sobre la naturaleza humana, asumiendo el más inocente de los supuestos, no en el de una dictadura encubierta en la que el estado todo lo controla y en el que en todo dependemos de él, desde la cuna a la tumba, en el que una “intelligenstia” omnipotente domina todo los aspectos de la sociedad… Aun suponiendo, en el mejor de los casos, que dichos “lideres” sean lo mejor de la sociedad, cosa poco probable considerando las limitaciones a la libertad y la excelencia que se dan en una sociedad colectivista.
No hay dogma económico, político, filosófico, ni religioso ni laico, que pueda sobrevivir a un error continuado durante mucho tiempo, subestimar a un oponente es tan peligroso como sobrevalorar nuestras instituciones actuales.
El mecanismo de acceso al poder así como la ordenación del mismo, debe experimentar una reforma, si queremos afrontar los problemas que el futuro nos depara con éxito. Pues un sistema inoperante, aunque pueda sobrevivir cierto tiempo, debe ser reformado para evitar males mayores, pues tarde o temprano acaba por desaparecer, dejando un vacío de poder que es ocupado irremediablemente por la anarquía y esta a la corta conduce al despotismo.