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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Schoendoerffer y el honor de los soldados

Hace algunas semanas se cumplieron los cinco años de la muerte de Pierre Schoendoerffer (1928-2012), novelista, director de cine y periodista cuya obra retrató el final del Imperio Francés. A él le debemos películas extraordinarias como “La 317e Section” (1965) -que se estrenó en España con el título de “Sangre en Indochina” y la aparición de un joven Manuel Zazo como el cano Perrin- y “El honor de un capitán” (1982). Cultivó el reportaje, el documental y el cine de ficción basado en hechos reales. En todos destacó. En todos aportó algo al lenguaje cinematográfico y a la memoria de aquellos años de Guerra Fría y descomposición de los imperios coloniales. Como Jean Larteguy -otro día tengo que escribir sobre él- y como el gran Hélie de Saint Marc, Schoendoerffer lo vio todo y todo lo contó.

Su vida misma tiene algo de novelesco. Su padre, ingeniero y descendiente de una familia protestante alsaciana, conoció a su madre, hija de un arquitecto, en 1919 durante la celebración de la recuperación de Alsacia por parte de Francia al final de la Gran Guerra. A su abuelo materno, veterano de la Guerra Franco-Prusiana, lo habían matado en el Camino de las Damas en 1918. Se había enrolado en 1914 para combatir por Francia, una vez más, a los 66 años. Su padre murió poco después de la Batalla de Francia (1940). El joven Pierre descendía, pues, de una familia de “muertos por Francia”, la distinción oficial que la República da a quienes caen en el campo de batalla. En el invierno de 1942-1943, apenas tiene 14 años, este muchacho lee literatura de aventuras y decide hacerse marino para surcar los mares y conocer el mundo. Es inevitable sentirse identificado con este chico que debió de sentir lo mismo que Ismael Hands: “Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda.”. En 1946 se enrola en un pesquero; al año siguiente, en un carguero sueco. Durante tres años, recorre el mundo.

En 1949 debe unirse al ejército para hacer el servicio militar. Lo adscriben al Batallón de Cazadores Alpinos nº 13. El Imperio comienza a derrumbarse. Tras la rendición del Japón, los movimientos comunistas en Indochina amenazan la soberanía francesa. En 1946, la armada francesa ha bombardeado Haiphong. Acaba de estallar la guerra que concluirá con la derrota de Dien Bien Phu en 1954. Schoendoerffer quiere hacer cine. Fracasa en la industria, pero se presenta voluntario para ser reportero de guerra en el ejército. Lo logra y en 1951 lo mandan a Indochina. Es el quinto año de la guerra. Rueda piezas para los noticieros. Contra lo que parecía al comienzo de la contienda, esa guerra no la está ganando Francia ni sus aliados vietnamitas. Los comunistas cuentan con el apoyo de China. La República envía a los paracaidistas, a la Legión Extranjera, a sus mejores generales.

Schoendoerffer está allí para grabarlo.

Unidades de franceses y laosianos luchan juntos contra los comunistas. Hacen falta más tropas, más helicópteros, más esfuerzo logístico. El norte fue lo que primero se perdió. Los franceses luchan, pero no avanzan. Solo el Vietminh logra consolidar posiciones. Llega 1954. En Dien Bien Phu va a librarse la batalla decisiva. Asediados, aislados, los franceses resisten un

asedio terrible mientras esperan la ayuda estadounidense: los bombardeos B-29, las fortalezas volantes. Eisenhower no los envía. Ofrece armas nucleares. Su uso destruiría por igual a asediantes y asediados. Francia las rechaza. Dien Bien Phu cae. Es el principio del fin del Imperio. Tras Indochina vendrá Argelia y después el resto de África.

El final del Imperio Francés podría resumirse en la cadena de traiciones que fue dinamitándolo. Por ejemplo, la de los aliados con los que Francia contaba. La más dolorosa fue, tal vez, la de los propios franceses que abandonaron a los laosianos, a los franceses de Argelia, a los harkis que habían combatido codo a codo contra un Frente de Liberación Nacional que no representaba a todos los argelinos.

Soldados como Hélie de Saint Marc se rebelan. Escritores como Larteguy –“Los centuriones”, “Los pretorianos”, “Los mercenarios”- cuentan su historia. Schoendoerffer les pone cara y voz en sus películas. Estos hombres de armas llevan luchando por Francia dos décadas y han perdido; peor aún, los han traicionado y les han vuelto la espalda. En su patria caen en el descrédito o el olvido. Algunos de ellos son héroes de la lucha contra los nazis. Han perdido amigos y camaradas en el campo de batalla. Muertos por Francia. Olvidados por Francia. Es una injusticia. Ahí está Schoendoerffer para rehabilitar su nombre y su memoria.

Así, este cineasta celebra -como Virgilio- a las armas y a los hombres. En un diálogo escalofriante y conmovedor, Bruno Cremer -uno de los grandes actores de Francia- pronunciará las palabras que resumen toda una visión del mundo: “Il n’y a que trois métiers pour un homme: roi, poète et capitaine.”, “solo hay tres oficios para un hombre: rey, poeta y capitán”. Este personaje derrotado pero invencible en su dignidad añade “desgraciadamente, no soy poeta”.

En un tiempo como el nuestro, que desprecia la prudencia pero no la cobardía, los héroes de Schoendoerffer profesan el culto del valor, el sacrificio y la patria. Se mueven por principios y valores. Para ellos, palabras como honor, dignidad y virtud conservan por completo su significado. Ciertamente pertenecen a otro tiempo. Hélie de Saint Marc resumirá esta forma de vida al escribir qué le diría a un joven de veinte años: “Le diría/ que todo hombre es una excepción, /que tiene su propia dignidad/ y que hay que saber respetar esa dignidad. /Le diría/ que, contra viento y marea, / uno ha de creer en su país y en su futuro./ Le diría, en fin,/ Que, de todas las virtudes,/ la más importante, porque es la fuerza motriz de las otras,/ y la que es necesaria para ejercer las otras,/ de todas las virtudes,/ la más importante me parece la valentía, las valentías/ y sobre todo esa de la que no se habla/ y que consiste en ser fiel a los sueños de juventud / y practicar esa valentía, esas valentías,/ eso quizás sea/ “El honor de vivir””

Deberíamos escuchar más a Hélie de Saint Marc.

Deberíamos leer más a Larteguy.

Deberíamos ver más el cine de Schoendoerffer.

 

P.S. También España ha dado hombres así. También sobre ellos pesan el olvido y el silencio.

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