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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Veinte años, una eternidad

José María Areilza

Este 22 de febrero se cumplían veinte años del fallecimiento de uno de los artífices de la Transición española y, posiblemente el más importante político de origen vasco en Madrid.

Un artículo de José Félix Merladet*
Normalmente el Olvido de una personalidad desaparecida duele a sus descendientes, apena a sus amigos y admiradores y fastidia incluso a sus detractores más enconados.
El mejor antídoto contra el Olvido es la Memoria que, cuando es póstuma, se tiñe de melancolía y en ocasiones reviste el halo refulgente de la Fama duradera. Sin embargo, hay ocasiones en que personas que gozaron de una gran energía e influencia en vida, tras su óbito y para perplejidad de algunos, parecen ver también enterrado su recuerdo bajo una inmensa losa.

Este 22 de febrero se cumplían veinte años del fallecimiento de uno de los artífices de la Transición española y, posiblemente el más importante político de origen vasco en Madrid que sobrevivió a la confluencia del tardofranquismo con los inicios de la restauración monárquica y que otros veintiún años antes estuvo a punto de pilotar dicha Transición: José María de Areilza y Martínez de Rodas, nacido en 1909 en Portugalete y fallecido en 1998 en Somosaguas. Que yo sepa, la “gran prensa”, que tanto le mimó en vida, no ha reflejado nada de sus sucesivas efemérides. Y, hoy, cualquier personajillo de teleprograma tiene muchas más menciones en Google que él. Parecería que su memoria se hubiese volatilizado.
Como me dijo en Delhi un Grande de España que presidía una gran organización internacional, Areilza era sin duda el político mejor preparado de su generación. Todo parecía predestinarle al éxito: Hijo de un ilustre médico progresista, muy querido por todos en Bilbao, con 36 apellidos vascos y gran amigo de los mayores intelectuales del país y de la condesa de Rodas, rica heredera; educado desde su infancia por fräulein y misses, una de las cuales, Kate O’Brien, fue después una novelista irlandesa de gran éxito; casado con una dama de uno de los linajes vascos más distinguidos, el de los Churruca que dio heroicos almirantes y hacedores de puertos; trilingüe perfecto en inglés, francés y alemán; muy deportista, aristócrata consorte y por herencia; rico por su casa; abogado e ingeniero a la par…en fin lo tenía todo para triunfar, incluso en política, aunque su militancia en un rancio partido monárquico probablemente no le hubiera llevado muy lejos de no haber sido por una absurda guerra. Pero entró con las tropas franquistas en Bilbao y fue nombrado alcalde con tan solo 28 años de edad. Pronunció un discurso plagado de retórica triunfalista e injustas mofas a los vencidos que nunca fue olvidado y del que se arrepintió en sus últimos años, aunque nunca se retractó.
Después, en agradecimiento por sus servicios, fue elegido “el Embajador del Régimen de Franco” ya que se le encomendaron los destinos diplomáticos más importantes comenzando en 1947 con la feraz Argentina. Allí negoció el Protocolo Franco-Perón imperioso para alimentar a la España hambrienta de la post-guerra. Y allí conoció a la mítica Evita Perón en el cénit de su poder. Las leyendas sobre dicho encuentro, que se transmutó en un casi permanente y jocoso duelo de fintas y pullas fueron muchas.
En fin, mostró gran habilidad y en 1954 fue enviado como embajador a los Estados Unidos dónde había que conseguir el reconocimiento y la alianza del superpoder clave para que el régimen cesara de ser un paria internacional. Fue artífice de la famosa visita del general Eisenhower a Madrid que propició en 1955 la admisión de España en las Naciones Unidas y en 1960 es destinado a la Francia de De Gaulle, puerta obligada para poder ingresar un día en las Comunidades Europeas.
En ese punto rompió con el Régimen de Franco, para algunos demasiado pronto, para muchos demasiado tarde. Irujo lo planteó con elegante ironía no exenta de magnanimidad cuando le dijo en Paris que. “es muy bueno evolucionar, reconocer errores y trabajar por la democracia pero que a los exiliados de fuera y de dentro de España, lecciones, las justas y, los conversos, ¡a la cola!”.
Pasó a ser el secretario político del Consejo privado del exiliado Don Juan y soñó con el poder máximo. Dicen que Maritxu, la célebre adivina donostiarra, le predijo que sería algo que deseaba, pero no aquello que aún anhelaba con más fuerza. Por aquel entonces, Areilza era ingrediente principal en todos los cocidos madrileños. Fue uno de los fundadores de El País y el primer Ministro de Asuntos Exteriores de la Monarquía lo que le dio un rol fundamental en vender ésta por el mundo. Cuando se decidió prescindir del viejo dinosaurio que era Arias todo parecía apuntar a que era él quien le iba a suceder. Su sorpresa, y la de todos, exceptuando al rey y a Fernández Miranda, al ver elegido a Suarez fue tan mayúscula como su decepción.
Después, el nuevo hacedor de la transición se ocuparía de segarle la hierba bajo los pies y hacerle abandonar uno tras otro todos sus proyectos políticos que tuvieron nombres tan proféticos como “Centro Democrático” o “Partido Popular”. Nunca sabremos como hubiera configurado el nuevo régimen si lo hubiera pilotado él con su gran formación, sus contactos mundiales y una altura intelectual distinta de la habitual. Tal vez los barones del centro derecha le hubiesen respetado un poco más que al peso ligero que era el antiguo director de TV y la UCD no hubiera colapsado. O, tal vez, el llamado “bunker” hubiera frenado en seco su cada vez mayor sesgo liberal…Chi lo sa?
El citado Grande de España también me confió una poderosa razón por la que no fue elegido Presidente del Gobierno de España: sus pares le llamaban “pantalón gris”. El nuevo monarca no se fió de él y prefirió al mucho más dócil y asequible Suarez. Tal vez quien mejor reflejó las verdaderas razones de su fracaso –relativo para nosotros, contundente para él– fue un socialista amigo suyo, el portavoz del Gobierno de González, Eduardo Sotillos: «Tenía demasiado peso cultural, intelectual y una cierta vanidad que molestaba a muchas personas. Hay que tener mucho cuidado de no demostrar que se es intelectualmente superior».
Cuando yo le conocí ya no estaba en el candelero y había tenido que renunciar a la Presidencia de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa por no haber sido elegido. Pero aún conservaba todas sus capacidades, su laboriosidad inagotable, su pulcritud exquisita en el vestir y su ingenioso y agudo esprit.
Alguno se preguntará como pude tratar a una persona tan lejana en edad y estatus. Es una historia curiosa.
Me llamó, diciéndome que le había gustado una tesina que había hecho sobre la cooperación política europea en la Escuela Diplomática y me pidió ayudarle a finalizar un libro sobre la nueva Europa en gestación a la que acababa de adherir España Así surgió “La Europa que queremos”. No cambió prácticamente nada de lo que yo había escrito y, para mi gran sorpresa, aceptó sin pestañear un capítulo sobre la Europa de las Regiones en donde se expone la línea de Denis de Rougement y otros en defensa de una Europa federal.
Para un chaval de veinte y pico años, se trató de una experiencia lúdica que me llevó a ser invitado a reuniones inaccesibles como la de la Trilateral en 1986 en Madrid donde Areilza se movía como pez en el agua y a que me presentase en aquel foro, que algunos denominaban el “gobierno en la sombra del mundo”, a gente como Gianni Agnelli con quien pude almorzar y regocijarme con su buen humor.
La Europa que queremos ganó un conocido premio estatal de ensayo en 1986 y tuvo una buena acogida. En su presentación, el Presidente de la Real Academia de la Lengua, Laín Entralgo, me indicó que Areilza era un excelente escritor y solo aguardaban algún nuevo libro con sus brillantes artículos para hacerle académico. Así lo hizo, continuando con sus amenos libros de memorias y al año siguiente pasaría a ocupar un sillón. Nadie pudo discutir que sus retratos de los personajes y lugares que conoció, adobados de una aguda sensibilidad visual eran concisos y magistrales y que sus diarios de la transición están hechos con la vivacidad del periodista y una pluma depurada de escritor. Sus más de 2000 artículos reflejan una inusual amplitud de espectro temático fruto de una inagotable curiosidad intelectual.
En un memorable almuerzo en El Bermeo nos describió como los líderes socialdemócratas alemanes le habían consultado sobre a quién apoyar en el nuevo escenario político español: si al viejo profesor Tierno Galván o al joven Felipe y que él les recomendó a González sin dudar.
Siempre le vi seguro y satisfecho de sí, nunca resentido o envidioso. Era algo seco, pero conmigo siempre fue muy cortés. Estuvo híper activo y entusiasmado en nuevos proyectos hasta el final. No obstante, al término de sus días, ironías del destino, le abatió una grave enfermedad neurodegenerativa similar a la de su gran rival. Tuvo que apartarse del mundo y éste, con negligente crueldad, no se ocupó más de él.
Casi todos distinguimos entre las personas inteligentes y los listillos, tan numerosos entre los que gobernaban y gobiernan el Reino de España. Pero no es infrecuente que personas con una gran, reconocida y mensurable inteligencia analítica constantemente se disparan en el pie ya que son deficitarios en lo que hoy conocemos como “inteligencia emocional”. Todos los seres vivos ansían recibir reconocimiento y afecto; pero la búsqueda debe ser equilibrada, pues si alguno se obsesiona por lo primero perderá indefectiblemente de lo segundo (y viceversa). Podríamos denominarlo un “síndrome de autodestrucción del inteligente” o incluso como “síndrome de Areilza”.
Muchos hombres de inteligencia superior son incapaces de evitar tropezar una y otra vez con dos formidables escollos: el Escila interno de su propia egolatría y el Caribdis externo de la envidia y la ira de los demás. Y naufragan. Areilza lo tenía todo: títulos, dinero, buena presencia, elegancia, ingenio, cultura… Y eso es imperdonable. Como decía de él un admirativo aunque realista Herrero Rodríguez de Miñón, debería haberse inventado algún dolorosos padecimiento que le hubiera hecho más soportable para el ego de sus colegas.
En el caso de Areilza se fue granjeando criptoenemigos en las diversas etapas de su periplo: sus propios compañeros de guerra no le excusaron nunca que eludiera el frente de batalla, los franquistas no digirieron su “deserción” en los 60, los tradicionalistas le proclamaban un agente del sinarca Rockefeller, el todopoderoso Ejército de entonces no le hubiera tolerado ni mucho menos lo mismo que aguantó al incógnito Suarez, los opositores con los que había que consensuar desconfiaban de su hosca grandeur o de su clase social. Pero, sobre todo, muchos de sus pares y sus superiores, a veces también gente de orgullo y talento, nunca sufrieron la altiva prepotencia con la que se sentían tratados por él.
Si Areilza levantara la cabeza, creo que no se molestaría mucho por los denuestos. Pero lo que nunca hubiera soportado es esa segunda y más cruenta muerte por “olvidicidio” supremo al que su figura ha sido sometida. Han pasado tan solo dos décadas desde su desaparición pero más pareciera que su rastro se perdiese bajo el polvo injusto e implacable de toda una eternidad.
José Félix Merladet
Antiguo funcionario y diplomático europeo

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