«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Douglas Murray: estos identitarios están locos

Comentarista del Spectator, periodista conservador, gay y "ateo cristiano", Douglas Murray es el autor de The Madness of Crowds: Gender, Race, and Identity

«Los movimientos LGBT, feministas y antirracistas han ganado en todos los sentidos, pero no es suficiente: tras obtener la igualdad, ahora quieren el privilegio. Esta es la razón por la que se la toman contra todo aquel que no vea las cosas como ellos». La disensión de Douglas Murray, periodista gay y firma del Spectator.

Comentarista del Spectator, periodista conservador, gay y «ateo cristiano», Douglas Murray es el autor de The Madness of Crowds: Gender, Race, and Identity, un ensayo que hace balance sobre las contradicciones y las amenazas planteadas por los movimientos antirracistas, feministas radicales y pro-LGBT, que representan a la política identitaria. Tempi ha podido entrevistarle sobre los temas de su libro, publicado recientemente en Italia.

En su libro The Madness of Crowds, usted muestra que los militantes y todos los que apoyan a los grupos identitarios expresan gran resentimiento y tienen comportamientos persecutorios respecto de esas personas que no comparten su visión del mundo en cualquier mínima cuestión que tenga que ver con la raza, el sexo y la identidad de género. ¿Depende tal vez del hecho de que cada sociedad necesita chivos expiatorios para seguir existiendo, como ha explicado René Girard?

Sí, creo que hay un elemento «girardiano» en todo esto. Pero empecemos por el principio. Creo, ante todo, que los grupos identitarios están sufriendo el hecho de haber ganado en todos los sentidos. Han obtenido los derechos que querían que se les fueran concedidos, muchos han conseguido lo que querían. Ahora bien, estos se sienten ahora como San Jorge después de haber matado al dragón: les gustaría sentir de nuevo la exaltación de la lucha contra el dragón, pero el dragón ya no está, por lo que empiezan a luchar contra dragones cada vez más pequeños, con mayor ferocidad de la que tenían contra el dragón verdadero. Nunca las cosas han ido mejor para las personas LGBT y, sin embargo, muchas de ellas presentan la situación actual como si las cosas fueran siempre peor. Lo mismo se puede decir de las feministas: han conseguido lo que pedían, pero se comportan como si las cosas hubieran empeorado en lugar de mejorar. Ciertamente, aún hay países en los que no se respetan los derechos humanos, pero en general, en lo que atañe a temas como la cuestión racial, las personas LGBT, las relaciones entre los sexos, nos encontramos, desde un punto de vista histórico, en una posición absolutamente mejor respecto al pasado. Con todo, los grupos organizados presentan las cosas como si no se hubiera alcanzado ninguna victoria. Hay un segundo fenómeno, y es la tendencia creciente de nuestra época a tratar como víctimas sacrifícales a las personas que dicen cosas que, hasta hace poco, eran comúnmente aceptadas como verdaderas. Por ejemplo, si un hombre dice algo sobre las mujeres que no coincide al 100% con el discurso considerado aceptable hoy en día, toda la comunidad atacará a esta persona con una ferocidad increíble, y no porque haya dicho algo que es totalmente falso, sino porque ha dicho algo que todos saben que contiene una pequeña parte de verdad. Cualquier deflagración en las llamadas «guerras culturales» provoca víctimas así. Y esto coincide con la exigencia «girardiana» de hacer expiar los pecados a un único individuo, especialmente si ese individuo ha hecho algo para estimular la locura de las masas.

Su libro ha sido publicado antes de los acontecimientos que subsiguieron al asesinato de George Floyd en Estados Unidos y las protestas que han visto también los ataques a «monumentos racistas» en todo el mundo. ¿Qué piensa de estas protestas? ¿Tienen que ver con los temas tratados en su libro?

Sí, mucho. Me ha asombrado la conexión entre los hechos de Minnesota y lo que he escrito en el capítulo sobre la raza. Están los hechos: el terrible hecho de un asesinato grabado con una cámara, al que se sobreponen en sucesión el odio obsesivo que algunos sienten por Estados Unidos y, por extensión, hacia todas las sociedades occidentales y, por extensión de nuevo, hacia todos los blancos. El asesinato de George Floyd no es solo un horrible incidente del que son responsables los policías que lo han causado y por el cual serán juzgados. No: representa el momento en el que vemos el verdadero rostro del racismo de todos los blancos, la lente a través de la cual comprenden todas las cuestiones raciales. La muerte de George Floyd se ha convertido en el catalizador de un modo de comprender el mundo que ha sido promovido por las universidades estadounidenses y que dice que el problema del mundo es el racismo de los blancos, los cuales, cuando declaran precisamente no ser racistas, demuestran estar permeados de racismo, como explica Robin DiAngelo en el libro White Fragility. Este modo de ver las cosas ha sido inculcado a las nuevas generaciones, y uno de los factores más evidentes es su deseo de hacerle la «guerra a la historia». ¿Por qué el asesinato de un afroamericano en Minnesota produce revueltas en Bruselas, saqueos en Estocolmo y el derribamiento de estatuas de personalidades del siglo XVIII en Inglaterra? Es una manifestación de la que, en el libro, defino como la creencia en la necesidad del exceso de corrección: si verdaderamente creemos que toda la historia está caracterizada por el racismo de los blancos contra los negros, es necesario corregirlo con un racismo antiblanco al menos durante un periodo, tratar a los blancos tan mal como ellos han tratado a los negros. Y si creemos, como se ha enseñado a mi generación, que la historia de Occidente puede comprenderse solo a través de la presencia de imperios que comerciaban con esclavos, entonces es normal mirar al pasado en términos de represalia y venganza. Lo que más me preocupa de todo esto es que estamos asistiendo a una vuelta a las políticas basadas sobre la raza en nombre del antirracismo. Lo cual es muy peligroso y es sobre lo que pongo en guardia.

En Italia aún no se utilizan algunos conceptos y expresiones de su libro, como el de «interseccionalidad», para describir la convergencia de identidades de grupos y discriminaciones. Para indicar un cierto tipo de activismo político hablamos, de forma más generalizada, de corrección política y de políticamente correcto. Usted presenta estas fuerzas como expresión del «marxismo cultural». 

No basta hablar de corrección política para identificar las guerras culturales en curso en el mundo anglosajón. Lo «políticamente correcto» [o la «corrección política»] es un término ambiguo, significa varias cosas: cada vez más a menudo está utilizado en el sentido de «buena educación», o para indicar que todos estamos de acuerdo en decir una mentira. La corrección política no acepta la discusión, da a entender que hay cosas que pueden ser verdaderas, pero que causarían daño a las personas, por lo que no debemos aceptarlas como verdaderas. Tomemos como ejemplo el debate actual sobre los transexuales: la corrección política diría que es educado decir a los trans que son realmente personas del sexo que ellos afirman ser. Alguno podría decir: pero no es la verdad, no niego la dignidad de estas personas, pero decir que pertenecen al sexo que declaran no es la verdad. Los defensores de la corrección política responderán: no importa, lo que importa es ser educados respecto a los trans. Pero también hay personas que lo hacen porque están convencidas de que esto forma parte de las guerras culturales. Hay una probabilidad del cien por cien de que quien está de acuerdo con cualquier petición avanzada por los trans, incluida la de que las mujeres transexuales puedan competir en los Juegos Olímpicos con mujeres biológicas, sea una persona decidida a cuestionar todo el edificio social. En esto hay un fuerte elemento marxista, y en el libro pongo el ejemplo de filósofos como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, que afirman abiertamente la necesidad de recurrir a las minorías sexuales y raciales y a las mujeres como vanguardia de la revolución, porque la clase obrera ha desertado la lucha. Algunos, no solo entre los estudiosos, lo dicen abiertamente. Pero hay un grupo más amplio de personas que afrontan el tema de manera tendenciosa y lo debaten de manera distorsionada. Comprenden que fingir que los cromosomas no existen es algo profundamente desorientador para una sociedad, y que si se consigue que se afirme esto, que se crea en ello, se puede, a partir de ese momento, hacer creer a la gente cualquier cosa. Este es el fondo de mucho de lo que está ocurriendo. Por tanto, sí, hay un elemento de marxismo, que se manifiesta aún más en el caso del BLM, el movimiento Black Lives Matter. Los fundadores y organizadores de dicho movimiento han admitido ser marxistas. Esto no me asombra en absoluto, y no porque yo vea marxistas por todas partes, sino porque es un elemento común al modo en el que ciertas personas se organizan. Cuando una persona declara ser favorable a cualquier derecho reivindicado por los trans, podéis estar seguros de que esa persona cree también que el sistema capitalista deber ser deconstruido y abatido. Lo mismo vale para BLM: sus organizadores y fundadores siempre dicen que el racismo estructural que existe en nuestras sociedades no puede ser eliminado hasta que no se elimine el capitalismo.

Que se trate de marxistas o no, usted parece estar convencido de que la locura de las masas destruirá la libertad de palabra y pensamiento. Hace tres años, un intelectual polaco, Ryszard Legutko, escribió un ensayo titulado The Demon in Democracy: Totalitarian Temptations in Free Societies, en el que sostiene que la democracia liberal se está transformando en totalitarismo. ¿También usted lo cree? ¿En el futuro deberemos elegir exclusivamente entre extremos políticos?

Es posible, y esto me preocupa. Pero también creo que no sea inevitable. La democracia depende del pueblo, y el pueblo se forma en las instituciones educativas. Hoy estamos muy preocupados porque las universidades son incubadoras de principios marxistas y cuasimarxistas que producen una cantidad desproporcionada de personas en las nuevas generaciones que han sufrido un lavado de cerebro. Si, en cambio, produjéramos personas brillantes y comprometidas con una mentalidad liberal en el sentido verdadero del término, todo sería distinto. No creo que tenemos dentro de nosotros una tendencia natural al totalitarismo; creo, en cambio, que es verdad lo que escribe George Steiner en su La nostalgia del absoluto: los postmarxistas y los defensores de la política identitaria tienen ideas absolutistas sobre nuestra sociedad. Sus intentos son peligrosos como lo eran los anteriores, porque también estos piensan que la vida debe ser totalmente politizada. Se ha llegado a la pretensión de que los hijos renieguen de sus padres y sus abuelos si estos no corrigen sus puntos de vista. No estoy exagerando: recientemente, en Estados Unidos se han empezado a realizar estos tests, no a los estudiantes, sino a sus padres, para verificar sus credenciales antirracistas antes de admitir a sus hijos en el centro educativo. Cuando digo esto, hay quien reacciona escandalizado: «Douglas, ¿cómo puedes comparar a los combatientes por la justicia social con los comunistas?». Quienes me dicen esto se olvidan de una constante de la historia: quienes buscan el poder y quieren que estéis de acuerdo con ellos, dicen hacerlo en aras del bien, no del mal. También los fascistas y los comunistas actuaban así. Lo mismo sucede con los defensores de la interseccionalidad, que dicen: si todos se alinearan con nosotros y repitieran las mismas cosas que decimos nosotros, que son cosas que cualquier hombre sensato debería repetir, todos serían felices y buenos. Podemos evitar este nuevo totalitarismo si suficientes personas con una mentalidad liberal real afirmaran seriamente el derecho a hablar basándose en los hechos, a debatir sobre las ideas no a eliminarlas, como han hecho en tiempo recientes personas que pretenden que todo el que se oponga a ellos es un racista, un homófobo, un misógino y más cosas.

¿Usted cree que homosexuales y transexuales necesitan leyes contra la homofobia y la transfobia en la forma de normas que les protejan de «actos discriminatorios», sin que se especifique en la ley en qué consiste una discriminación? Es una situación que estamos viviendo en Italia.

Sé que hay una discusión al respecto, pero no la conozco en detalle. Soy sumamente cauto en lo que respecta a legislar sobre esta materia. No digo que no deban existir, sino que soy sumamente cauto; sería incluso mejor no legislar a causa del potencial que presentan de uso impropio. Siempre habrá peticiones de derechos en competición entre ellos basándose en estas normas. A no ser que no existan cláusulas muy concretas en la ley, se creará una tensión constante entre los derechos de las minorías sexuales y los derechos de la libertad religiosa. Ha sucedido en todos los países donde se han introducido estas leyes, y hay que ser extremadamente prudentes cuando se afrontan estas situaciones. Fui uno de los defensores del matrimonio gay de rito civil en mi país. Siempre he sostenido que el Estado debe poder reconocer las relaciones estables independientemente de la orientación sexual de los contrayentes. Influí sobre la posición de David Cameron, cuando era primer ministro, sobre este tema. Pero un aspecto crucial es que ninguna institución religiosa debería ser castigada si no está de acuerdo con estos matrimonios. Se trata de unos de los logros más importantes del Estado moderno secular: el Estado no puede imponer a quien sea religioso en qué creer y, a cambio, la Iglesia no puede ejercer competencias sobre personas que no son sus miembros afiliados. Este es el acuerdo al que se llegó en nuestros países occidentales, y creo que es una solución óptima. Las leyes pro-LGBT ponen en peligro este acuerdo; es más, lo alteran del todo, llegando a discriminar a personas religiosas como, en el pasado, se discriminaban a las personas LGBT. Hay protecciones que son necesarias: un gay debe poder recurrir a la justicia si alguien lo despide por el hecho de ser gay. Yo soy gay, y creo que las personas LGBT tienen derecho a la igualdad de trato, pero determinar qué es esta igualdad requiere un gran equilibrio. Muchos grupos LGBT, como también feministas y de minorías raciales, pretenden ir más allá de la igualdad para llegar al privilegio. Y esto es algo inaceptable para el resto de la población. Y creo que provocará problemas relevantes en el futuro. Si una agencia católica de adopción, por razón de sus convicciones religiosas, no está dispuesta a proporcionar sus servicios a parejas del mismo sexo, en mi opinión no debe ser obligada por el Estado a cambiar sus convicciones.

Es lo que ha sucedido en Inglaterra, y las agencias católicas se han visto obligadas a cerrar su actividad.

Lo sé y es intolerable, algo totalmente erróneo.

Usted define la nueva ideología como una religión, y por sus ejemplos parece una religión fanática. En la última parte de su libro, sugiere el perdón como único camino de salida del resentimiento y de la guerra civil creciente que estamos viviendo; a este respecto, cita a Hannah Arendt y su Vida activa. El perdón tiene que ver con la religión. ¿Necesitamos las religiones de la variedad tradicional para contrarrestar el culto fanático de la justicia y la igualdad?

Mi punto de vista es que todos los movimientos pueden tender al fanatismo y al absolutismo. Y la religión, históricamente hablando, no es ajena al respecto. Pero lo que es preocupante de la nueva religión que describo es que carece de mecanismos para el perdón. La religión cristiana dispone de  una institución del perdón muy fuerte, es una de las grandes cosas del cristianismo. Una religión sin perdón sería terrible, y es lo que vemos surgir: si cometes un fallo, serás responsable del mismo para siempre, no hay modo de expiar. Así funcionan las redes sociales, y los jóvenes se sienten aterrorizados, porque saben que un solo paso en falso puede significar la destrucción completa de cualquier perspectiva de felicidad, y esto es una locura. Hay que encontrar una respuesta, y la respuesta no es volver a la sociedad cristiana. La respuesta es una sociedad centrada en la igualdad de los derechos y la libertad de pensamiento. Sin embargo, si vemos los resultados del movimiento de la política identitaria, me viene a la mente una cita tomada de Eric Hoffer: «Cada gran causa empieza con un movimiento, se convierte en un negocio y, al final, degenera en una organización criminal». Estos movimientos deberían aceptar su victoria con sobriedad y no obligarnos a vivir un juego intolerante en el que nadie puede ganar.

 

Publicado por Rodolfo Casadei en Tempi.

Traducido por Verbum Caro para La Gaceta.

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