La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, ha endurecido su control sobre Bruselas en su segundo mandato ante la victoria de Donald Trump y el conflicto en Ucrania. Su estilo de liderazgo, caracterizado por una creciente centralización del poder, está generando divisiones en la administración europea, con partidarios que destacan su capacidad de respuesta y críticos que denuncian un modelo de gestión cada vez más presidencialista y autoritario.
Desde su llegada al cargo, Von der Leyen se ha rodeado de un círculo estrecho de asesores, en su mayoría alemanes, que supervisan minuciosamente las comunicaciones y decisiones clave de la Comisión. Este control se reflejó de manera notable el día de la investidura de Trump, cuando los portavoces europeos recibieron instrucciones de limitar sus publicaciones en redes sociales al mensaje oficial de la presidenta, sin añadir comentarios personales.
Uno de los episodios más representativos de su opacidad se produjo en enero, cuando un problema de salud la obligó a ser hospitalizada. Su equipo ocultó la información, impidiendo que su ausencia fuera cubierta por su segundo al mando y provocando la cancelación de una reunión clave en Polonia. Este secretismo también se hizo evidente en su negativa a revelar los mensajes que intercambió con el director de Pfizer durante las negociaciones de la compra de vacunas, lo que generó críticas del Defensor del Pueblo Europeo por mala gestión.
Las decisiones de Von der Leyen no sólo han puesto en tela de juicio la transparencia de la Unión Europea, sino también la estructura organizativa de la Comisión. La reducción del número de portavoces y la restricción del acceso a ciertos documentos han levantado sospechas sobre la concentración de poder en su oficina. Estas medidas han sido impugnadas por organizaciones como ClientEarth, que cuestionan la falta de acceso a información clave para la toma de decisiones.
El control sobre los recursos financieros de la Unión Europea ha sido otro punto de controversia. A finales del año pasado, la Comisión propuso centralizar la gestión del fondo comunitario de 1,2 billones de euros, generando inquietud entre los Estados miembros y el Parlamento Europeo, que ven esta medida como una erosión de los mecanismos democráticos de control.