La historia de la humanidad está llena de ejemplos de líderes a los que les ha da asco la libertad. Asco, o un profundo miedo a que los individuos que gobiernan desarrollen proyectos de vida guiados por ciertos márgenes de autonomía y decisión.
Se podrían escribir páginas enteras sobre las reservas y aprehensiones que han tenido muchos políticos durante siglos sobre la posibilidad de que las sociedades guiadas por algo parecido a la voluntad propia puedan llegar a buen puerto. De allí se han construido los mil y un argumentos para constreñir en el que un ciudadano puede ser dueño de su vida, encausándolo o, a veces, sencillamente destruyéndolo para instaurar la opresión pura y dura.
Mao, Pol Pot, Hitler, Ceaucescu, Calígula, Nerón… la galería de aprehensivos respecto a las libertades es grande y atemporal; sin embargo, un connotado liberticida —en tanto pensador influyente que ha marcado los procederes de otros alérgicos a la autodeterminación de las gentes a lo largo de casi un siglo— fue sin lugar a dudas Vladimir Ilich Ulianov, mejor conocido como Lenin.
No podría ser de otra forma. Lenin, junto a los suyos, estructuró quizá el mayor experimento de control social hasta entonces conocido por la humanidad, mediante lo que luego devino en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La idea, a final de cuentas, era mantener a raya la vida de pe a pa de un conglomerado que hacia 1920 bordeaba los 150 millones de personas en Europa del este.
Probablemente la palabra clave en todo esto es «organización». Para estructurar un modelo «ordenado» a la soviética primero Lenin se convirtió en un obseso de la organización partidista, dando pie a una formación con altos niveles de burocratización, con una oficina para cada cosa y un proceso para cada cosa, sin dejar nada al azar.
Un partido altamente centralizado que conculcara libertades a diestra y siniestra sólo podía engendrar una sociedad altamente controlada, en la que no había espacio para «errores» de ningún tipo. Los precios de todo, controlados; la información, controlada; la disidencia, controlada; la vida privada de las familias, controlada. Es la obsesión por que todas las cosas marchen de acuerdo al plan, por un solo carril.
Las fobias por la libertad de Lenin son tales que se le atribuye —quizá en una carta— la aseveración de que: «Es cierto que la libertad es algo precioso, tan precioso que debe ser racionada cuidadosamente». Y así fue racionada por décadas en la URSS, en medio del más duradero régimen moderno de planificación centralizada del que se tiene noticia, acabando como todos sabemos que acabó.
Pero la historia no acaba allí. El legado de Lenin traspasó fronteras, convirtiéndose luego de su prematura muerte en el referente a seguir por varios aspirantes a tiranos de la América Hispana, quienes descubrieron —oh sorpresa—– que los países que pretendían gobernar debían ser mandados a través de la mano dura y, de nuevo, una planificación cabal de todo cuanto se hacía dentro de ellos.
Los tiranos hispanoamericanos, enamorados del legado leninista
El gran iniciador de esta tendencia fue el dictador cubano Fidel Castro, quien apenas unos meses después del triunfo de la revolución, a finales de los cincuenta, empezó a pegar gritos en público afirmándose orgullosamente como «marxista y leninista». A renglón seguido se intensificaron los controles en todos los ámbitos dentro de la isla, produciendo niveles de miseria que hasta hoy son un manual de procedimientos de lo que hay que hacer si pretendes destruir a un país en cinco minutos.
Quizá uno de los ejemplos más acabados de la filia por controlar todo del castrismo es justamente la instauración de la llamada «libreta de racionamiento», un infame sistema ingeniado por la dictadura para determinar cuántas calorías debe ingerir un cubano al mes y, en consecuencia, asignarle la correspondiente porción de alimentos para cubrir la cuota. Curiosamente, luego de décadas de matar a los habitantes de la isla de hambre, el testamentario de Castro, Miguel Díaz-Canel, ha decidido que el sistema basado en esta cartilla ya no puede seguir sosteniéndose en pie.
Daniel Ortega en la Nicaragua sojuzgada por el sandinismo ha intentado hacer otro tanto, estructurando un movimiento para gobernar que ya no tiene conmiseración ni con la Iglesia, habiendo primero puesto presa a buena parte de quienes osaron oponérsele políticamente y enviando a la otra parte al exilio.
La obsesión del orteguismo con el control y la confiscación de las libertades es tal que hace poco su régimen se empecinó en llevar a la cárcel a religiosos que organizaban procesiones en las comunidades en las que hacen vida. Cuando el afán de manejarlo todo es tan grande, ni siquiera cabe la posibilidad de que los gobernados expresen su fe en público. Tanto más si se asume que todo lo que hace la tiranía riñe claramente con los más elementales principios cristianos.
Idénticos procedimientos adoptó en su momento Hugo Chávez en Venezuela, decantándose progresivamente hacia el camino del control sobre los más diversos ámbitos de la vida de los ciudadanos del país sudamericano.
Chávez, quien por cierto, le copió a Lenin la obsesión por edificar una poderosa formación centralizada, que luego cristalizó en el gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), terminó utilizando la enorme riqueza del petróleo de la nación caribeña para crear una enorme red de burocracia estatal que le permitiese reducir ostensiblemente el margen de libertades de los pobladores del país.
En el ánimo por controlar todo, Venezuela —hoy gobernada por Nicolás Maduro— muestra unos niveles de ineficiencia en la gestión estatal en algunos casos comparable solamente a países devastados por guerras civiles en África y donde el correlato de la destrucción salta a la vista: cerca de ocho millones de venezolanos han abandonado el país buscando mejores perspectivas de vida en otros lados.
A final de cuentas ser leninista es compartir la obsesión por un mundo en el que todo puede ser planificado de antemano, generalmente a través de un elefantiásico e ineficiente partido centralizado que termina metiendo sus narices en todo aspecto que involucre actividad humana alguna. Y en ese particular buena parte de la izquierda hispanoamericana que ha devastado países por décadas a lo largo y ancho del siglo XX —y lo que va del XXI— siempre fue buena aprendiz.