El martes 3 de enero llegó a las costas de la Isla de Margarita (Venezuela) el “Amadea”, un crucero con más de 500 turistas europeos a bordo. El asunto, que podría parecer casual, es un signo perfecto que ofrece el arranque de 2023 en cuanto a los planes que tiene el régimen de Maduro con respecto al país sudamericano, en medio de la operación de blanqueo de su dictadura dentro del contexto mundial.
La crisis venezolana no ha sido un cuento. Antes de la llegada de dicha embarcación a costas venezolanas este martes se estima que la nación caribeña tenía cerca de 15 años sin recibir la visita de cruceros que viniesen de Europa. Sin embargo, hay quienes tienen memoria corta y viven de la gratificación instantánea que hechos así provocan en el imaginario colectivo.
Un recuento rápido de hechos para refrescar las cosas: ya en la etapa final del régimen de Hugo Chávez, y más aún con el arribo al poder de su sucesor Nicolás Maduro, Venezuela entró en una espiral de desgracias que todavía dejan secuelas. Sucesivos episodios de conflictividad en medio del asentamiento de un modelo político hegemónico, el figurar en los rankings internacionales por muchos años como uno de los países más violentos e inseguros del mundo, el derrumbamiento de una economía petrolera al punto de que sus ciudadanos se vieron obligados en determinados momentos a hacer largas filas para comprar papel higiénico, son apenas algunos de los hitos negativos de la historia moderna del país que retratan parte de la calamidad chavista.
Sin embargo, al menos durante los últimos dos años, Nicolás Maduro se ha dado a la tarea de intentar replicar la receta chino-rusa de conciliación de un modelo político absolutamente autoritario y despiadado con una ficción de apertura económica que, en el mejor de los casos, solo se ha limitado a aupar el crecimiento de una clase económica corrupta afín a los intereses del chavismo y a dejar que ciertas capas de la ciudadanía adquiera bienes y servicios de supuesto “primer mundo” mediante el uso frecuente de dólares y euros; todo ello con el objeto de proyectar hacia afuera y hacia adentro la idea de que en Venezuela no hay ningún comunismo y que, incluso, se vive muy bien.
Eso a pesar de que el país siga teniendo, hoy por hoy, la inflación más alta de la región y que, a finales de 2022, según una encuesta de condiciones de vida conducida por la Universidad Católica Andrés Bello, cerca del 50% de los venezolanos pueden considerarse insertos dentro del espectro de pobreza.
Así las cosas, el objetivo de Maduro en 2023 no es otro que terminar de estabilizar su régimen. La explotación del mito moderno de que Venezuela no está tan mal, la domesticación de la oposición para llevarla por el redil del electoralismo puro y duro y el afianzamiento del lobby internacional con miras a desmontar sanciones contra el Estado venezolano, forman parte del repertorio de acciones que estarán en la palestra del régimen durante el nuevo año.
En los próximos meses está planteada la realización de unas elecciones primarias en las que prácticamente todos los sectores de la oposición venezolana -incluso los más radicalmente disidentes- han asomado candidatos presidenciales. De este modo, 2023 se asoma además como el año en el método electoral está de vuelta en Venezuela como mecanismo para intentar conseguir la salida del chavismo del poder. Eso sin que hasta ahora existan reglas de juego claras sobre el proceso en sí mismo ni el eventual respeto a los resultados que de él se puedan obtener.
Sin embargo, la sustitución o la permanencia del régimen por la vía del voto no parece ser un asunto que realmente despierte gran interés en la población venezolana que, hasta el día de hoy, mantiene más bien una actitud de apatía hacia unos eventuales nuevos comicios que, como ya se sabe, estarán repletos de irregularidades. La gente, en términos generales, está dirigiendo su tiempo y sus esfuerzos a otras áreas que no tienen nada que ver con la política.
El desarrollo de 2023 permite prever también una paulatina aceptación del régimen de Maduro dentro del concierto de la comunidad internacional. Esto en un contexto acentuado aún más por el finiquito que se ha puesto recientemente desde sectores de la oposición a la figura del “Gobierno interino” liderado por Juan Guaidó. Todo ello se hará, por supuesto, en medio de críticas a los procederes de la dictadura, pero sin romper relaciones con el misma.
Buena parte del destino de Venezuela, guste o no, se juega en estos momentos precisamente en los salones donde se decide la política exterior de las potencias mundiales. Y, por lo que se atisba, esas mismas potencias no están actualmente demasiado interesadas en el problema que representa Maduro, con quien parecen haber llegado a la conclusión de que en ausencia de métodos efectivos para deponerlo, toca practicar con él el “dejar hacer y dejar pasar”.
Dicho lo anterior, puede parecer una obviedad pero el 2023 para Venezuela será, salvo el surgimiento de un cisne negro o un evento impredecible, no otra cosa que el preludio de 2024. Es decir, un año en el que tanto el régimen como la mayoría de los sectores de oposición al mismo sentarán las bases para el inicio de una nueva campaña electoral que decante en los supuestos comicios presidenciales en los que Maduro hará las veces de estar sometiendo a escrutinio popular la continuidad de su mandato. Una continuidad que, por lo que se ha visto hasta ahora, no se avizora amenazada en modo alguno.