Desde tiempos inmemoriales existe el espionaje entre naciones. Quizá el periodo que recordamos con mayor nostalgia, sea el entre guerras, en plena Guerra Fría, cuando dos potencias del tamaño de la Unión Soviética y EE UU, dirimían sus diferencias ideológicas no sólo en el campo de batalla en territorios lejanos a los suyos, sino en lo relativo a la obtención de información confidencial el uno del otro, y viceversa.
Pero antes de la Guerra Fría ha sido práctica común. Saber información de tu enemigo, o amigo, puede ser muy útil a la hora de determinar las políticas a futuro, como cambio de socios o búsqueda de nuevos aliados. Por tanto, no es de extrañar que la mayor potencia mundial espíe a sus enemigos e, incluso, a sus amigos. Igual que hará España, a otro nivel, pero también para defender sus intereses. Es por ello que en muchas embajadas y consulados españolas en el extranjero, hay destacados policías, que sin embargo figuran como empleados.
Todo esto, sin embargo, no ha de hacernos mirar para otro lado con respecto al brutal espionaje de diferentes aliados. El espionaje quizá debería tener algún límite con tu socio y amigo. Una cosa es intervenir 100 millones de llamadas de teléfono a particulares e instituciones, pero otra escuchar las conversaciones de jefes de estado. El caso de las escuchas a la canciller Angela Merkel es un buen ejemplo de hasta dónde llega el espionaje y dónde debería tener su límite.
Lo cierto es que Snowden, que rompió las reglas publicando información muy confidencial, y por ello es un traidor, está haciendo, por otro lado, despertar a más de uno de su letargo, pensando que vivía en un mundo feliz, sin ser consciente que en ocasiones, esa tranquilidad se consigue por los servicios secretos de las naciones que buscan la paz y la estabilidad.
