'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
La moral y la risa
La moral y la risa
Por Itxu Díaz
26 de agosto de 2022

Si algún conservador pierde la moral y la risa, lo habrá perdido todo. El cimiento que sostiene el edificio del pensamiento de derechas, hoy y siempre, es la moral. A diferencia de comunistas, socialistas y nacionalistas, no supeditamos el bien a la política, sino la política al bien; la estrategia más perversa la acuñó Lenin: “no hay moral en la política, solo oportunismo”. A diferencia de ellos, por lo mismo, por más duro que batallemos contra ideas equivocadas, no odiamos a personas, tan solo combatimos propuestas aberrantes y ruinosas. Y en ese azar de la política nos resulta de gran ayuda la risa. El instrumento más eficaz del conservador es la capacidad de reírse de todo, empezando por uno mismo, sin sufrir mala conciencia después. La izquierda se ha vuelto tan aburrida como una mala religión

El sentido del humor nos ayuda también a sobrellevar sus locuras; el progresismo posmoderno es tan contradictorio y lunático que no puede tomarse en serio. Quien pierde el tiempo ofreciendo sesudos análisis para hacer frente a los disparates de las políticas woke no logra más que concederles un aura intelectual que no merecen, y terminan por dotarlas de una cierta validez moral, al menos para aquellas personas que tienen la conciencia tan maltrecha como la economía de un poeta. 

Se puede renunciar a las ideas y seguir siendo gestores eficaces, pero solo durante un tiempo

No es la propaganda sino el código de valores, incluso si son antivalores, lo que da sentido a un conglomerado ideológico. La izquierda entregada al relativismo del siglo XX creía tener razón al ser fiel a lo que consideraba “su verdad”, despreciable expresión progresista que popularizó la moral fluida y anticipó hasta el relativismo de género. Quizá su gran fractura ideológica se produjo en las décadas recientes, por renunciar a lo que consideraba su propio código de valores, y cambiar la idea de derechos por un reparto de privilegios aleatorios para minorías igualmente aleatorias, a menudo colectivizadas a la fuerza; que se trata de grupos que no existen en el mundo real, sumas de personas que la izquierda necesita convertir en una unidad artificial, asiéndose a alguna peregrina característica común, para emplearlos como arma arrojadiza en la refriega política. Casi todo el mundo se presta al juego si lo que hay por medio son subvenciones e inmunidades. 

Sin valores, cualquier posición política termina en grosería, y todo debate, en una contienda de aullidos; lo dejó escrito Jardiel: “todos los que no tienen nada que decir hablan a gritos”. El conservadurismo no está exento del peligro de perder ese esqueleto moral. Hemos visto partidos de la derecha europea olvidar su identidad y razón por renunciar hasta públicamente al sustrato moral, al humanismo cristiano, y disfrazar de centrismo lo que no es más que desorientación política y claudicación moral. Por supuesto, con recetas políticas inteligentes y equipos válidos se puede renunciar a las ideas y seguir siendo gestores eficaces, pero solo durante un tiempo, y en un contexto muy estable, lo contrario de lo que hoy tenemos. 

Las mejores ideas, si no están ancladas en principios sólidos, terminan por malograrse, o por convertirte en un loco

Por otra parte, la habilidad oratoria, propia de personas bien formadas, y en la derecha las hay, tampoco es garantía de nada si el argumento no está sujeto a algo más. A su manera lo explicaba el genial Dave Barry: “Argumento muy bien. Pregúntale a cualquiera de mis amigos. Puedo ganar una discusión sobre cualquier tema, contra cualquier oponente. La gente lo sabe y se aleja de mí en las fiestas. A menudo, como muestra de su gran respeto, ni siquiera me invitan”. En otra ocasión, tal vez pensando en la deuda histórica que suele esgrimir la izquierda para cautivar minorías, escribió: “Recuerda que sentirse ofendido no es lo mismo que tener razón”.

Al fin, la política, como la vida, exige tarde o temprano la intervención del juicio moral y, las mejores ideas, si no están ancladas en principios sólidos, terminan por malograrse, o por convertirte en un loco. El reto es por tanto mantenerse fiel a la moral sin renunciar al buen humor. Todo esto puede sonarte un poco a los códigos del Oeste de esos rudos cowboys de las películas de John Wayne, pero es que fue precisamente él quien sentenció una vez, a quien quiera entender, que “nadie vio jamás a un vaquero en el diván de un psiquiatra”. 

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