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Un tío mío, hermano de mi padre, fallecido hace ya bastantes años, me dio un consejo en cierta ocasión siendo yo adolescente que me quedó grabado y que me ha sido extraordinariamente útil a lo largo de mi vida. Recuerdo perfectamente el lugar y la hora. Nuestra conversación tuvo lugar en una terraza de un bar en la montaña de Montjuich en la que estábamos sentados a una mesa junto a la barandilla, con una magnífica panorámica de Barcelona a nuestros pies. Habíamos subido allí a merendar con otros familiares y los temas se fueron sucediendo hasta que surgió el de la historia de nuestro apellido y los avatares por los que habían ido pasando unos y otros personajes que a lo largo de doscientos años lo habían llevado. Y en esas que mi tío me explicó que él había conocido la abundancia y la estrechez en diversas etapas de su existencia, que había transitado una época en la que habitaba en una suntuosa mansión atendido por numerosa y solícita servidumbre, frecuentado a lo más selecto de la sociedad catalana del momento, siendo transportado en coche con chófer y viajado a exquisitos destinos con toda clase de lujos, para después, por los acontecimientos traídos por la guerra civil y ciertas desgracias financieras de mi abuelo, verse en serias dificultades de supervivencia, obligado a trabajar en menesteres de gran dureza y rodeado de gentes de humilde condición. Más adelante, gracias al ejercicio brillante de su profesión, que le aportó sustanciosas ganancias, y de la circunstancia adicional de haberse enamorado de una dama de notable fortuna y alta cuna con la que contrajo feliz matrimonio, volvió a disfrutar de las comodidades y privilegios al alcance de los poseedores de saneados y voluminosos patrimonios. En estos vaivenes económicos y vitales, me dijo, siempre tuvo cuidado de comportarse igual con los que le rodeaban, con igual cortesía y deferencia, fueran quiénes fueran, próceres millonarios o sencillos obreros, encopetados aristócratas o humildes camareros, que jamás se dejó poseer ni por la soberbia ni por la desesperación, que nunca humilló a nadie ni permitió que le humillasen, que procuró, dentro de sus medios, vestir con pulcritud y elegancia, y que su visión del mundo y su alegría por contemplar cada día un nuevo amanecer tampoco cambiaron, y que mantuvo invariables sus principios morales de integridad, honradez, esfuerzo, búsqueda de la excelencia, humildad y generosidad. Y que esta forma de afrontar las tornadizas peripecias del destino le había proporcionado una impagable serenidad y le había permitido superar las dificultades con buen ánimo y razonable optimismo.
Tras estas referencias autobiográficas me recomendó encarecidamente que, fuesen cuales fuesen mis éxitos o mis fracasos futuros, por elevadas o bajas que alcanzasen a ser las posiciones que ocupase, que jamás cediese a la soberbia ni a la autocompasión, y que, sobre todo, mi trato con los demás no dependiese bajo ningún concepto de su categoría social, de su cuenta corriente o de su poder, sino que dispensase a cualquier ser humano con el que me relacionase análoga atención y amabilidad a la que yo desearía para mí mismo. Me indicó que esta manera de actuar era lo que distinguía a lo que él denominaba “los señores” de los patanes y que no hay mayor muestra de ordinariez y vulgaridad que abandonar a los que han padecido reveses o despreciar a los que por razones laborales, institucionales o jerárquicas nos están subordinados.
Debo decir que a partir de aquella admonición de mi dilecto pariente, he procurado seguir sus indicaciones y he sido testigo con disgusto y demasiada frecuencia de como otros incurrían en los vicios de conducta que él condenaba tan enérgicamente. Ahora que la política española entra en un período de ascensos fulgurantes y caídas al abismo, esperemos que los llamados a la cumbre no se embriaguen de estratosfera y los precipitados al olvido lo sepan aceptar con dignidad.