'Ser es defenderse'
Ramiro de Maeztu
La táctica de la confusión
Por Alejo Vidal-Quadras
9 de febrero de 2017

Cuando Artur Mas sentado en el banquillo el pasado lunes lanzó en su habitual tono ampuloso y engolado la pregunta de por qué el Constitucional no impidió la celebración de la consulta ilegal del 9-N, el Presidente del Tribunal que le juzga por un delito de desobediencia le recordó con firme amabilidad que no estaba en la sala para formular interrogantes retóricos, sino para responder a las preguntas del fiscal, de la defensa y de las acusaciones particulares, y añadió con forense precisión “si lo desea”. Efectivamente, el ex-presidente de la Generalitat tiene derecho a no contestar a los requerimientos de los letrados y así lo ha hecho con la acusación pública y con las particulares, limitándose a atender las cuestiones formuladas por su propio abogado.

La habitual propaganda de los separatistas intenta presentar ante la opinión catalana, española y mundial el proceso al que está siendo sometido Artur Mas y sus dos antiguas Consejeras, Joana Ortega e Irene Rigau, como una persecución política y por ello han montado a su alrededor un espectáculo fastuoso de multitudes airadas, banderas al viento, cánticos patrióticos, estaciones de via crucis nacionalista y posados de los acusados como víctimas de la opresión y héroes de la democracia y la libertad. Sin embargo, la realidad es mucho menos grandiosa y más prosaica. Los procesados no se encuentran declarando ante los magistrados por sus ideas, convicciones o actuaciones políticas que, por supuesto, en España son libres. Nuestro país, miembro de la Unión Europea, del Consejo de Europa y de la OTAN, no es Cuba, Corea del Norte ni Irán. Es un Estado de Derecho donde los ciudadanos gozan de todas las garantías ante la ley y de libertad de opinión, expresión, asociación y culto. Artur Mas ha podido presentarse a unas elecciones como cabeza de lista de la extinta CiU -desaparecida, al igual que Unió Mallorquina en su día en Baleares, ahogada en su desatada corrupción- con un programa que propugnaba la separación de Cataluña de España y la creación de un nuevo Estado soberano liquidando una de las Naciones más antiguas de nuestro continente con cinco siglos de unidad a sus espaldas. A pesar de que semejante proyecto es frontalmente contrario al orden constitucional vigente, económicamente suicida, socialmente destructivo y manifiestamente antieuropeo, el hoy jefe de filas del Partido Demócrata Europeo Catalán -mucha adjetivación para un objeto tan menguante- lo propuso a los ciudadanos y muchos de ellos le votaron para que lo llevara adelante. Por consiguiente, la represión que haya podido sufrir por sus posiciones políticas es nula. Tanto es así, que el Gobierno de la Nación ha soportado con estoica y pusilánime paciencia las bravatas, las falsedades y las insolencias de los nacionalistas durante años sin otra reacción que patéticos ofrecimientos de diálogo y recursos a los Tribunales para que éstos corrigiesen sus continuas tropelías.

Aquí no se discute un conflicto político, cuyo lugar natural para ser dirimido son los parlamentos, los medios de comunicación y las urnas. Lo que se está resolviendo es el cumplimiento o incumplimiento de la legalidad por parte de tres altos responsables institucionales en el ejercicio de sus funciones. Los separatistas han de entender de una vez que pueden trabajar sin descanso por la independencia de Cataluña, defender tal disparate en todos los foros que quieran y solicitar el apoyo de los electores con ese fin, pero con una salvedad imprescindible sin la cual su pretensión está condenada al fracaso: todo lo que hagan, digan y emprendan ha de situarse dentro del orden constitucional y legal en vigor. Si se desvían de la senda de la legalidad, se encontrarán, como les ha sucedido a Artur Mas y sus dos compañeras de desdicha, ante unos caballeros o damas con toga y bocamangas de encaje que les impondrán la sanción de la que sus conductas delictivas les hagan merecedores, sea ésta inhabilitación, multa o prisión. Y esa máquina, enorme, lenta, impávida e imparable, se denomina imperio de la ley y es inseparable de la voluntad de la mayoría a la hora de configurar una auténtica democracia. Nadie escapa a su rigor, por mucho que se clame que sólo se pretende consultar al pueblo soberano. El cumplimiento de la ley y la convocatoria de elecciones o de referéndums son elementos indisociables del sistema democrático y no se puede esgrimir el uno contra el otro o el otro contra el uno como torticeramente intentan los separatistas. El eslogan secesionista de que las urnas no se juzgan es, en este sentido, una falacia, porque sin respeto a la ley no hay democracia de la misma forma que sin democracia no hay respeto a la ley, sino su imposición tiránica.

El único método de que los separatistas consigan sus objetivos fuera de la ley es, obviamente, la rebelión violenta contra la Constitución y el Estado democrático. En otras palabras, el golpe mediante la fuerza. Pueden intentarlo, naturalmente, aunque si yo estuviera en su lugar lo pensaría mucho antes de lanzarme a esa piscina. Si ya en el aire se dan cuenta de que no hay agua, el choque con el cemento del fondo les puede dejar no ya sin independencia, sino también sin autonomía y sin un hueso sano.

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