«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969). Poeta, columnista y ensayista. Sus últimos libros son 'Verbigracia', (2022) poesía completa hasta la fecha; y 'Gracia de Cristo' (2023), un ensayo sobre el sentido del humor de Jesús en los Evangelios

Un Velázquez en la salita

14 de agosto de 2024

Un historiador del arte en una cena da para una o dos micro-conferencias oportunas, bajo la forma de monólogos, que los demás comensales agradecemos para que las noches de verano no se nos vayan maldiciendo a Puigdemont. Dos historiadores del arte en una cena dan para una discusión ilustrativa y profunda, bajo la forma de duodólogo, de la que los silentes aprendemos que hay gustos y hay principios y que pueden conciliarse, más o menos. Tres historiadores del arte en una cena dan ya para un anecdotario jugoso, vivaz y divertido. Lo mejor es invitar a tres historiadores del arte, como mínimo.

Ésa fue la situación ayer y los susodichos del arte empezaron a contarnos cómo casi todo el mundo piensa que tiene en casa un Murillo, un Velázquez o un Caravaggio. Se termina haciendo duro acudir en la condición de experto —nos confesaban— a desengañar a esas familias que se pensaban poseedoras seculares de una obra maestra de la pintura barroca. 

Yo, ya en modo barroco, pensé en la bacia de don Quijote, que en su cabeza —en los dos sentidos— era el yelmo de Mambrino. Tampoco olvidé la celada de encaje que don Quijote se hizo de cartón y que desbarató con su espada cuando quiso comprobar su resistencia. La rehízo pero «sin querer hacer nueva experiencia della». La dio por buena.

Si yo acompañase a mis amigos historiadores del arte a tasar supuestas joyas a casas familiares, les diría a los orgullosos poseedores en un aparte que «no hagan tantas experiencias dellas». Es mejor tener un Velázquez en casa que, por querer venderlo, encontrarte con que es una copia (mala) del XIX, invendible encima.

Lo impagable, en todo caso, es el símbolo. La familia y, en particular, la herencia de nuestros mayores es el tesoro y la obra de arte. En casa, dentro de nuestro hogar, todo se transforma en Murillos o en Zurbaranes. Decía Chesterton que la paradoja del hogar consiste en que la casa propia es más grande por dentro que por fuera. Más grande y con más tesoros artísticos, como se ve, que son el reflejo de otros tesoros metafísicos y espirituales. ¿Acaso no es uno, en su casa, el marido ideal, un Mr. Darcy a la mano? Nuestros hijos —los míos para mí, los suyos de usted para usted—, ¿no son incomparables? Etc. Los Velázquez consuetudinarios que, según los historiadores del arte, guardan un porcentaje altísimo de familias españolas en su casa son un reflejo de justicia poética de lo más importante aún. (Y si no es un presunto Velázquez nos pasa con el mueble «valiosísimo» que heredamos de un tío soltero o un collar de nuestra abuela o un libro viejo.) Y eso es la familia, exactamente: un tesoro valiosísimo siempre y cuando no salga de la familia. No queramos hacer «nueva experiencia della» ni experimentos con champán.

Confieso que estaba sensible al valor de la familia porque, antes de la cena, había tenido una conversación con una amiga. En su familia mal avenida, me contó, había surgido un problema gordo de salud del que se habían desatendido los servicios médicos y hasta los amigos del afectado. Los hermanos —peleados entre sí— se estaban haciendo cargo con enormes sacrificios de todo tipo. Es una constante. La familia, tan vapuleada por el Gobierno con su política fiscal, civil e ideológica, acude siempre cuando más se la necesita, supliendo lo que el Estado ni puede ni quiere dar. Los lazos de sangre de toda la vida han hecho mucho más en los momentos de crisis —de cualquier crisis— que el pomposo y carísimo Estado del Bienestar. Cada familia, por tanto, encierra un tesoro auténtico y contrastable, que es ella misma. Si a veces lo representa simbólicamente con el supuesto Velázquez supuesto que se heredó de un bisabuelo, poco me parece.

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