Una de las definiciones más atinadas de mi esmerado desdén por la burocracia la escribió Julio Camba en sus páginas mejores: «Una cosa es la despreocupación y otra la preocupación de ser muy despreocupados. Una cosa, en fin, es carecer de hábitos regulares y otra el considerar la irregularidad como un habito que no debe quebrantarse nunca». Ustedes se van a sentir rápidamente identificados con esto porque a veces la impuntualidad de un amigo parece producto de un calculadísimo retraso; o el olvido de una madre parece fruto de un empeño por acordarse de olvidarse. Esto que a todos nos pasa de alguna forma en mí cobra vida con la administración.
He vuelto de verano con una lista fatigosa de trámites burocráticos que sólo se explican ante la sobreabundancia de funcionarios. Si España entra en guerra, el Gobierno va a poder echar mano de millones de personas que maman de su teta generosa. Un hospital me reclama la copia de mi tarjeta sanitaria; el servicio de salud me explica que no tengo tarjeta sanitaria —qué llevo en la cartera, me pregunto—; la clave pin está caducada; algo parecido pasa con el abono del transporte público, que ha olvidado mi descuento por familia numerosa; la tarjeta bancaria me pide un código inexistente y el banco me explica que me mandarán una nueva; trato de coger una bici municipal y el ayuntamiento me lo impide por un impago. Ya ven, terriblemente fatigoso.
Como apenas tengo veintidós años ayer me armé de valor y fui recorriendo centros de salud y comisarías, telefoneé números imposibles y aún trato de reivindicar mi descuento para el Metro. Aunque decididamente analógico, haciendo un esfuerzo he logrado deshacer alguno de estos entuertos. Qué ridícula esta gincana del papeleo. ¿Pero qué pasaría si yo tuviese setenta años? ¿Qué se supone que debe hacer mi tío octogenario? ¿Qué espera la administración de una monjita nonagenaria? Alguien decidió hace tiempo que en España sería obligatorio tener cuenta bancaria, teléfono móvil y hasta impresora y ya resulta imposible presentar la renta en una ventanilla; qué inverosímil ser atendido en urgencias sin un app «tarjeta-virtual»; qué difícil recibir tal prestación sin una cuenta bancaria en la sucursal afín al Gobierno regional.
No queda en España un político con sentido común capaz de denunciar esto. El Estado se ha metido en nuestras vidas a través de las garras de su administración y quien pretenda negarlo basta con que recuerde aquel día de lluvias. Todos nuestros teléfonos amanecieron con un sms apocalíptico sobre la tormenta. Que el agua moja ya lo sabíamos, pero yo no llegaba a intuir que esta invasión estatal me iba a pillar en Misa. Algo parecido ocurre con las citas previas, parapeto de la administración. Todos hemos estado en salas vacías pero oigan, sin cita previa aquí no se atiende a nadie. Siempre ha sido de mala educación interrumpir a una madre de lactancia y eso nos recuerdan muchos funcionarios cuando, con perdón, chupan de la teta del Estado.
La administración se ha vuelto hostil y es necesario gritarlo. En estos tiempos perder las formas quizás sea una manera efectiva de recuperarlas. Si nuestros gobernantes y las empresas pretenden que todo sea digital, debemos redoblar nuestra apuesta por lo real —que ese es su antónimo—. Es vergonzoso que ayer se negaran a aceptarme el pago en efectivo en un gimnasio municipal y todavía guardo un remordimiento: con cuatro gritos me hubiesen aceptado las monedas, pero tampoco es plan. Estoy trazando un itinerario para boicotear todo cuanto sea posible y desordenarme en estos trámites en los que tengo razón. Les animo a que hagan lo mismo. Aunque nos parezca violento, a Camba le haría gracia nuestra violencia.