Nota al lector: le pido que haga un ejercicio de descender a la profundidad de lo que está a punto de leer, pues el contenido de esta conversación, entendido y aplicado de forma correcta, salva civilizaciones.
Algunas semanas antes de morir, quizá en la última conversación de calado que tuve con mi padre, D. Pablo Victoria, antes de que su mente se enfangara en la maraña de la agonía que trae la muerte, me legó la enseñanza más importante de mi vida.
Era una tarde calurosa de julio, y yo, junto a su cama del hospital y cogidos de la mano, hablando de lo divino y lo humano, ingenuo, le pregunté:
—Padre, ¿dirías que has vivido una vida plena?
—¿Qué es vivir una vida plena, hijo? —me respondió, abriendo los ojos.
—Hombre, no sé —contesté ante la sorpresa de su respuesta— . ¿Has cumplido tus sueños, has viajado, has reído, has hecho las cosas que te gustaban, has disfrutado…?
—Hijo, esa vida plena de la que tú hablas, es un lujo reservado y sólo al alcance de mujeres y niños —respondió de forma sosegada.
—¿A qué te refieres? —Pregunté confundido.
—Querido, vivir una vida plena no es el papel que nos ha sido asignado a los hombres. Para que tu mujer y tus hijos puedan ser felices y disfrutar de la vida, tú has de renunciar a hacer las cosas que te gustan, y centrarte sólo en las que te tocan. Tu papel es proteger y proveer. Tu única misión es levantarte bien temprano cada mañana, antes de que salga el sol, y salir a guerrear con uñas y dientes contra el mundo por tu familia. Ah, y asegúrate de que cada noche que vuelvas hayas conseguido traer un plato de comida para tus hijos. Y recuerda —continuó—, el hombre de la casa es el último en comer, y sólo si tus hijos se han alimentado y si sobró algo.
—Entiendo —le contesté— . Dirías entonces que…
—Lo que sí puedo decirte, hijito —me interrumpió—, es que he cumplido con todos mi deberes de Estado.
—¿Deberes de Estado, padre? —pregunté confundido—. ¿Cuáles son los deberes de Estado?
—¿No los conoces? —me espetó—. Presta atención: por encima de todas las cosas, amé y temí a Dios; amé y respeté a mi esposa; tuve hijos, pues es responsabilidad humana procrear —y siguió enumerando—; les transmití la fe de mis mayores; los eduqué en valores y les di una formación académica —y después de una pausa en la que observé que sus ojos se aguaban, terminó señalando—; y supe servir a mi Patria.
Yo sólo acerté a tragar saliva mientras él reunía fuerzas antes de volver a hablar.
—Hijo, no le debo ni mierda a nadie. Me voy de este mundo con, como Santiago Abascal siempre dice, la inigualable satisfacción del deber cumplido.
Tras un largo momento de digestión de la bomba que me acaba de soltar, a fin de que no se me escapara una sola molécula de la enseñanza que me estaba traspasando, le pregunté nuevamente:
—Padre, ¿y cómo afrontas la muerte?
—Hijo, de la única forma posible que hay de afrontarla —dijo elevando sus ojos azules eléctricos hacia el Altísimo—. Con cristiana serenidad.
Con esta y otras muchas conversaciones, entendí que Pablo Victoria era un hombre de los de antes, de los que habitaban en el que Stefan Zweig denominó como «el mundo de ayer», el cual aún existía en mi padre y fluía a través de él hacía los demás.
No sabemos cuándo ocurrió exactamente, si con el fin de la Primera Guerra Mundial, de la Segunda, en la Guerra Fría o en Mayo del 68, pero un día el mundo que había permanecido inmutado durante dos milenios dejó de existir, dando paso a un experimento fallido que hoy conocemos como «el Siglo XXI» .
Para el que no haya leído a Zweig, el mundo de ayer era un mundo en el que las cosas eran o no eran; buenas o malas, bellas o feas, artísticas o adefesios, verdaderas o falsas. Y sobre cuyas ruinas hoy, con amnesia autoinfligida, vivimos. En el mundo de ayer, el objeto informaba al observador, y por tanto las cosas eran o no eran en sí mismas y para sí mismas, sin importar el punto de vista, la opinión o el relativismo del que las observaba. En cambio, en el mundo de hoy, es al revés; el observador es el que informa al objeto, y por tanto las cosas son lo que el que las observa quiere que sean. Las tuerce, las vicia, las muta, las pervierte, las interpreta, las vulnera. Peligroso juego este.
Pero mi padre, que sí había conocido —y hecho suyo— el mundo de ayer, era un hombre de ideas y convicciones firmes y claras. No había lugar para relativismos morales, tibiezas o falsos moderamientos. Sabía que las cosas eran o no eran, y también lo que significaba ser un hombre en y para el mundo, y hasta la sepultura vivió su vida a la altura del rol que le había sido asignado desde la concepción.
Como digo, mi padre en verdad era un hombre de los de antes. Pero tras su muerte he comprendido la verdadera tragedia de su marcha: al irse, el mundo de ayer desaparece un poco más si cabe, se nos escapa entre los dedos como si de arena fina se tratase. Y será muy difícil que vuelva si aquellos que lo conocieron no están para proyectarlo a los que venimos detrás, pues el mundo de hoy cada vez más necesita hombres de ayer.
Que después de esta involución progresista —valga la redundancia— Dios nos conceda la gracia de volver a ser hombres nuevamente, en toda la extensión y profundidad de su significado, para que podamos recuperar lo que perdimos.
El mundo de hoy, quizá aún sin darse cuenta, te llora, padre.