«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu

tribuna | Víctor Javier Ibáñez |

5 de julio de 2025

En el cincuenta aniversario del asesinato de Carlos Arguimberri

Carlos Arguimberri fue asesinado por la banda terrorista ETA

Era Carlos Arguimberri Elorriaga un guipuzcoano de Iglesia, caserío y frontón. Un arquetipo de la identidad vasca, por su linaje, la lengua que hablaba y su apego a un modo de vida inmemorial. Natural de Icíar, procedía de una familia adscrito al carlismo, movimiento político históricamente mayoritario entre los guipuzcoanos, defensor de la foralidad, es decir, las leyes e instituciones tradicionales que custodiaban un orden social cristiano. Ideas que Carlos compartía, aunque sin vehemencia ni apasionamiento, en un momento en que el carlismo se encontraba en trance de pura supervivencia. Era además un humilde trabajador manual, zapatero, conductor de una línea regular de autobuses que unía los pueblos del Bajo Deva y labrador de unas pequeñas tierras.

Pese a estas circunstancias, Carlos Arguimberri Elorriaga fue asesinado el 5 de julio de 1975 por la banda terrorista ETA, en nombre del nacionalismo vasco y la liberación del pueblo trabajador. Una aterradora muestra de cómo las ideologías pueden conducir a la más aberrante destrucción de la realidad.

Ya antes de su asesinato había sufrido amenazas y habían atentado contra el autobús que conducía, sobreponiéndose a todas esas intimidaciones. Pero el 5 de julio de 1975, cuando volvía a casa conduciendo el autobús, dos etarras se levantaron hacia Carlos y le obligaron a salir de la carretera general. Tras gritarle “Hi txakur bat haiz” («eres un perro»), le acribillaron delante de su hermano y su hermana, y de unas pasajeras que, horrorizadas, salieron gritando del autobús. Mientras el cuerpo de Carlos yacía sobre el volante, el autobús comenzó a rodar marcha atrás y casi atropelló a una mujer que había caído al suelo con las prisas de los momentos de terror. El vehículo se detuvo al chocar contra un muro. La sangre de Carlos derramada sobre la carretera estuvo a la vista durante varios días. El luto y la indignación por el asesinato fue general en toda la comarca.

Con este crimen ETA escaló en su estrategia. En un inicio sus limitadas capacidades se circunscribieron al ataque de los símbolos que evidenciaban la adscripción de Vascongados y navarros al bando nacional de la guerra de 1936-1939. El salto asesino en un primer momento se dirigió contra funcionarios de policía. Pero pronto comenzó también una campaña de acoso, intimidación y daños contra vascos no nacionalistas, mayoritariamente adscritos a familias vinculadas al carlismo. Algunos de cuyos hitos fueron el incendio de la boutique Gurruchaga de San Sebastián, el caserío Mainguama de José María Recondo en Urnieta, los caseríos de Juan Beguiristáin de Lazcano y de la familia Landaluce en Miravalles o la droguería de los Arrizabalaga en Ondárroa, dejando ciega a la dependiente.

Esta estrategia acabó desembocando en el asesinato de Carlos Arguimberri, consolidando un plan que, en un corto plazo propició que el nacionalismo en general, y ETA en particular, se apoderase socialmente de amplias zonas rurales de Vascongadas. El antropólogo Joseba Zulaika, vecino de Carlos, pero en las antípodas de su pensamiento, ha venido subrayando a lo largo de los años cómo la general aflicción por el asesinato de un vecino tan querido acabó transformándose en un miedo ante los terroristas que amenazó a toda la sociedad, al desplegar ETA y todo su entorno el señalamiento, la coacción y la violencia contra aquellos vascos que se sentían tan vascos como españoles. A lo que coadyuvaba la sensación de absoluta indefensión: el crimen de Carlos y tantos otros de similares características fueron impunes por las consecuencias de la amnistía.

Aquel crimen marcó el inicio de una sinrazón tendente a modificar a ciencia y conciencia la forma de ser y pensar tradicional de un pueblo que venía defendiendo su personalidad dentro de una cosmovisión hispánica. Después vinieron otros muchos asesinatos con el mismo patrón de vascos de cuna, estirpe y cultura. Y sus desgarradoras consecuencias: abandono de la tierra de sus padres, generalización del silencio. En última instancia, la sustitución del arquetipo del vasco, que encontraba su identidad en una concreta tradición histórica, por una caricatura que trasplantaba a aquellos territorios las ideologías nacionalistas paridas allende Pirineos, en los conciábulos de la revolución y el romanticismo.

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