Soy la sexta de nueve hermanos: mi padre fue Intendente de la Armada y mi madre… nunca he dicho eso de mi madre no trabaja. Con esta descripción convendréis conmigo en que, a pesar de las grandes dotes para la intendencia de mi padre, que llegó a General de División, no se quedan atrás las de mi madre.
Nunca les salieron las cuentas a priori, pero al final las cuadraron siempre.
Si hubieran esperado a que les salieran las cuentas, no digo sólo que no hubiéramos ido a la universidad, sino que ni hubiéramos pisado un colegio privado, ni hubiéramos vivido en Madrid y con toda probabilidad no me hubieran llevado con cinco años a operarme el lagrimal del ojo derecho a la mejor clínica oftalmológica que había en la España de los años 80: la Clínica Barraquer. Uno de mis primeros recuerdos de infancia es esa operación, seguramente por la novedad que suponía ser hija única durante 15 días.
A día de hoy, sigo pensando que no podían salirles las cuentas cuando decidieron coger aquel icónico Seat 124 amarillo con tapicería de cuadros escoceses y embarcase, mi padre, mi madre y yo, rumbo a la Ciudad Condal donde nos alojamos en una residencia de oficiales que tenía la Armada en pleno centro, muy cerca de la Plaza de Colón, para la primera visita al especialista. Pero lo hicieron, y no fue una decisión impulsiva o irreflexiva. Cuando en la clínica madrileña que me trataban dijeron que una infección podría hacerme perder el ojo y operarme en Madrid no aseguraba que no me quedase llorando para toda la vida, lo vieron claro, era lo que había que hacer y lo hicieron. Hoy de aquella operación quedan una pequeña cicatriz en mi lado derecho de la nariz y mi recuerdo de los jeques árabes y los tuaregs con los que compartí sala de espera, que con los ojos abrasados por el sol del desierto venían a la ciudad de la luz para curar sus secas pupilas. Y las cuentas, al final, cuadraron. No sin esfuerzo, no sin trabajo, no por arte de magia, pero cuadraron y mi ojo derecho solo llora cuando lo hace también el izquierdo.
Ya profesional, tuve la suerte de trabajar en el Ministerio de Defensa estando mi padre aún en activo. De él aprendí mucho, también en lo profesional, sobre todo de su espíritu de servicio. Cuando comenzó mi andadura en lo que es hoy una de mis pasiones profesionales, la contratación pública (hay gente para todo), me dio un par de recomendaciones y algunos buenos consejos. Ten siempre la ley de contratos y el presupuesto sobre la mesa de tu despacho. Hay dinero para todo, siempre que tengas claro a qué hay que dedicarlo y a qué no. La única gestión que es imposible que salga adelante es la que no se inicia.
La única moción de censura que es imposible que salga adelante es la que no se presenta.
Si sólo contase la aritmética parlamentaria, si tuviera que cuadrar la suma antes de presentarla, dejando a un lado que estamos asumiendo que de nada sirve el debate parlamentario, estaríamos adoptando una actitud absolutamente paralizante que seguramente nos privase de lo mejor que podemos dar a nuestra nación: esperanza. Gracias a Dios, no fue la actitud que adoptaron mis padres, ni es la que adoptan la mayoría de los padres de familia sensatos, y menos ahora cuando es cada vez más difícil que salgan las cuentas.
Es una cuestión de principios. Nuestra obligación como servidores públicos no sólo es mostrar una postura política en la tribuna o en x, sino promover aquello que, con el empeño, el tesón y la gallardía suficiente puede llegar a cambiar el rumbo de la nación. Negarla aún antes de haber nacido es lo único que realmente asegura su fracaso, y pesará no sólo sobre las conciencias sino también en las urnas.
No sé si esta tribuna verá la luz, y si la ve, querido lector, puede que ya ni siquiera sea pertinente, quizá Sánchez haya dimitido o por fin hayamos conseguido presentar la moción de censura. Pero si ve la luz, si llega a tiempo, la esperanza de mover las conciencias necesarias es motivo suficiente para intentarlo. La victoria es de los tenaces. Seámoslo.