«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Seguridad y libertad. Cuando los malos ganan la batalla

 

La magnitud de la amenaza terrorista ha sido, sin duda, un factor importante pero la delincuencia común y la sexual han jugado también su papel en el nuevo orden occidental.

La búsqueda de un equilibrio entre seguridad y libertad es permanente desde los albores de la civilización. En realidad, la limitación es consustancial al concepto mismo de libertad, porque el ejercicio de esta exige un conjunto determinado de elementos. Y también porque la libertad sin seguridad lo es menos, y por eso resulta necesaria una cierta limitación de la primera a manos de la segunda, precisamente para que pueda ser ejercida.

Pero, desde hace unas cuantas décadas, ese equilibrio parece haberse roto decididamente en favor de la seguridad. La magnitud de la amenaza terrorista ha sido, sin duda, un factor importante pero, junto a él, la delincuencia común y la sexual han jugado también su papel.

Cámaras y aeropuertos

En los últimos años nos hemos acostumbrado a vivir rodeados de cámaras. Están por todas partes, las hay públicas y privadas, pero ya nadie las cuestiona: el debate social que hubo en sus comienzos es hoy inexistente. Para mantener la relativa seguridad en que vivimos, todo el mundo parece estar dispuesto a aceptar el precio de que una parte importante de nuestra vida esté siendo recogida en cintas de grabación.

Donde más lejos se está llevando esto es en China. En el gigante asiático, el gobierno ha desarrollado un plan de control de la población, que es continuamente grabada en los espacios públicos. Y esto es solo la primera etapa del «Servicio Unificado de Información» que cruzará todos los datos de los ciudadanos gracias al big data, previendo que en no muchos años el Estado sea capaz de establecer un servicio de prevención de delitos, de modo muy parecido a como sucedía en la película Minority Report.

El gobierno chino está elaborando de forma pormenorizada un listado de los habitantes del país a partir de los datos que, en principio de forma libre, estos proporcionan. Así, no es difícil obtener información de los gustos sexuales, políticos, religiosos o de otro tipo de cada cual, sencillamente en función de la actividad en las redes sociales y del uso general de Internet, en lo que es solo el principio de un registro general de la población.

Y lo mismo sirve para explicar la imposición de unas exhaustivas medidas de seguridad en los aeropuertos que violan nuestra intimidad, y que ya no generan prácticamente ninguna protesta. Aunque puede resultar necesarias, pocas veces reparamos en que la adopción de ese tipo de medidas equivale a la admisión de que los terroristas están consiguiendo sus objetivos.

Pero ¿y si además esa libertad la cedemos sin obtener la seguridad deseada?

Las autoridades no garantizan la seguridad

La alteración de nuestra vida cotidiana se está convirtiendo en un hecho frecuente.

Por ejemplo, en Oviedo el Partido Popular ha propuesto que se aumenten las paradas de autobús por la noche para que las mujeres puedan sentirse más seguras. Estando en la oposición, naturalmente su moción ha sido rechazada, pero el equipo de gobierno municipal se ha visto obligado a tomar en consideración la adopción de otras medidas, como un bono nocturno de taxis para mujeres.

Enfrentando el mismo tema de la seguridad nocturna, el consistorio vigués ha determinado que las mujeres podrán detener el autobús en el punto que escojan. Se supone que eso les acercará a sus domicilios y, por tanto, reducirá las posibilidades de sufrir ataques. Aunque la idea tiene un lado práctico positivo, no puede negarse que supone conceder una serie de prerrogativas en función del sexo que rompe con la idea de igualdad; el problema es que, en este terreno ya llueve sobre mojado. Y eso supone romper con la base jurídica y hasta ideológica que informa nuestras sociedades.

Todo lo que las autoridades ofrecen son parches, en lugar de garantizar la seguridad. Volviendo al ejemplo de Oviedo: se ha producido por la puesta en libertad – al ser beneficiario de la aplicación de la doctrina Parot – del “violador del estilete”, tras 32 años en el cárcel por más de medio centenar de violaciones, y su anuncio de que iba a establecerse en la capital asturiana. El sujeto en cuestión había sido condenado a 73 años de prisión, pero las autoridades no reforman la ley para que las sentencias se cumplan íntegramente. Resultado: se halla de nuevo en prisión acusado de una nueva violación perpetrada el pasado 22 de diciembre. Todo lo que a las autoridades se les ocurre es proporcionar un bono nocturno para mujeres: las medidas que proponen equivalen a la admisión de su impotencia.

En Alemania

La situación desatada en Alemania tras las oleadas migratorias es mucho peor, por cuanto se sigue alimentando la causa de un fenómeno que está provocando una verdadera epidemia de inseguridad y agresiones sexuales.

Las autoridades alemanas, desde la policía a los presidentes de Länder, han recomendado en numerosas veces que las jóvenes alemanas cuiden su vestimenta. Tras las múltiples violencias de carácter sexual vividas en Europa central la nochevieja de 2015, la alcaldesa de Colonia, Henriette Reker, pidió a las jóvenes que vigilen su manera de vestir para no provocar a los refugiados.

Característicamente, la regidora no explicitó que se tratase de refugiados, y tampoco lo hizo el ministerio de Interior de Berlín. Este último, llegó incluso a pedir que no se aludiera a la condición de asilados ni al origen étnico de los asaltantes (incluso exigió -en un rasgo de humor grotesco teniendo en cuenta que hablamos de mil personas- no caer en generalizaciones). Ahora bien, si los hechos no eran atribuibles a personas de origen magrebí o árabe, ¿por qué se pide ese recato en el vestir? ¿por qué el ministro de Interior del land aseguró que los culpables serían expulsados del país?

De nuevo, la respuesta de los responsables de la seguridad es la de acceder a las exigencias de quienes tienen por objetivos amedrentar a la sociedad. Como era de esperar, lejos de amainar, las agresiones se han venido reproduciendo en los últimos meses.

Esta última Navidad, la de 2017, sin ir más lejos, se ha visto cómo el ayuntamiento de Berlín ha dispuesto una zona “solo para mujeres” que disponía de un aparato de seguridad propio. Huelga recordar que la segregación por sexos es uno de los objetivos de los islamistas.

Suecia

El modus operandi en el país escandinavo ha sido muy semejante al de Alemania. A una primera fase de ocultación de las violaciones y agresiones de todo tipo, en la que colaboró la policía, le siguió una segunda de negación de la existencia de vínculo alguno entre los refugiados y las agresiones.

Un caso paradigmático es el del festival de «We are Sthlm», de Estocolmo, que registró una serie de agresiones cuya cantidad no ha sido precisada pero que condujo a la expulsión de dos centenares de jóvenes. Aunque no se especificó la nacionalidad de los expulsados, trascendió que existía un grupo de unos quince afganos; la policía, sin embargo, mantuvo el silencio esgrimiendo que dar publicidad a estos hechos favorecería a la ultraderecha, lo que rompe con todo principio de neutralidad política (en Suecia, la llamada ultraderecha es el tercer partido del país).

Y es improbable que a las mujeres agredidas les consuele tal justificación. 

Se acabaron los festivales

Lo sucedido en estos dos países es sintomático y, en modo alguno, excepcional. Tanto en Alemania como en Suecia, la respuesta está siendo la supresión de los festivales, que parecen propiciar, a través de la promiscuidad, este tipo de situaciones; la alternativa de organizar festivales solo para mujeres no es mucho mejor.

En los dos casos, la sociedad responde adaptándose a las exigencias de los agresores. No es casual. Algunos de estos se burlan abiertamente de lo que está sucediendo: “Soy sirio” – le dicen a la policía alemana – ; “me tenéis que tratar bien. La señora Merkel me ha invitado…”

Están consiguiendo que modifiquemos nuestros comportamientos, en algo que equivale a una rendición por etapas, y a admitir que están en disposición de imponer su modo de vida y su forma de ver el mundo. Cada vez que nos comportamos como ellos desean, ganan una batalla. Y comportarse como ellos desean también es llevar la seguridad hasta extremos asfixiantes. Nos están obligando a cambiar lo que somos.

Visto en perspectiva, están ganando la guerra, aunque solo sea porque les dejamos.

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