También en el país germano, se acaba de prohibir una fiesta navideña a requerimiento de los musulmanes.
En la otrora cristiana Europa el islam crece sin tasa, mientras la exhibición pública de cruces se proscribe en Gran Bretaña, donde hoy día el 55% de los niños menores de 12 años desconocen que la Navidad tenga relación alguna con un personaje llamado Jesús de Nazaret: cuando hace apenas un lustro, un provocativo autobús se paseó por Londres recordando que “Christmas begins with Christ”, no todo el mundo entendió el juego de palabras.
A las azafatas de British Airways hace tiempo que no se les ocurre mostrar símbolo religioso alguno -medallas, cruces – en el ejercicio de su función, mientras cada vez es más visible el uso del hiyab en sus puestos de trabajo. En el Reino Unido se ha dictado una sentencia por la que una familia es privada del derecho de adopción en función de que sus creencias cristianas le impiden valorar positivamente el modo de vida homosexual.
En Alemania se ha condenado a unos padres que se niegan a que sus hijos participen en un “taller de homosexualidad”, y en la católica Croacia una profesora ha sido expulsada de su centro escolar por enseñar que la forma de vida homosexual acaso no sea la más adecuada para la formación de los menores. También en el país germano, se acaba de prohibir una fiesta navideña a requerimiento de los musulmanes, y en el Reino Unido la afirmación de que Jesucristo es el Hijo de Dios podría suponer incurrir en delito de odio. En todo el continente, la cristianofobia arrecia con potencia inusitada.
Decía el maestro de historiadores Arnold Toynbee que todas las civilizaciones han sido levantadas en torno a una religión y que, cuando aquellas toman su tramo descendente, se revuelven con furia contra esa religión que les ha dado a luz: el fenómeno que se está verificando estos días en Occidente.
Y una de sus expresiones más gráficas es la persecución contra la Navidad.
Lo público y lo privado
Para el laicismo radical, lo esencial es eliminar del espacio público todo lo relativo a la religión. Lo visible, existe; lo que se esconde, lo que desaparece, termina por desvanecerse. Ya los primeros apóstoles revolucionarios de fines del siglo XIX, consideraban que la religión debía ser «relegada al sagrario de la conciencia individual»; no había que permitir la exhibición de símbolos religiosos, que incluso -se consideraba- podían coartar las libertades de quienes no estuviesen de acuerdo con lo que dichos símbolos representan.
La pretensión de que todo lo religioso desaparezca de la vida pública obedece al deseo de aniquilarlo. Sociológicamente, los fenómenos que no son visibles, desaparecen (lo saben bien los lobbys homosexualistas, que tanto han insistido en la visibilización de la homosexualidad). Es obvio que no existe razón alguna, salvo las de índole ideológica, para hacer de lo religioso -que en definitiva es un sistema compartido de creencias y prácticas – algo estrictamente privado, mientras lo sexual -tradicionalmente considerado propio de la esfera personal e íntima- ha de ventearse con la mayor publicidad.
Sin embargo, el progresismo de comienzos del siglo XXI ha asumido, como piedra angular, la idea de Kate Millet de que «lo privado es también político», tal como ha recordado recientemente Anna Gabriel, de las CUP.
Contra el cristianismo y sus símbolos
No se trata de un rechazo del fenómeno religioso en sentido genérico, que también, sino de un odio muy específico al cristianismo, a lo que representa, a sus símbolos. La exhibición del belén les resulta intolerable a las autoridades laicas por reflejar algo propiamente cristiano. Menos beligerantes son contra el abeto, al menos en España, elemento más aséptico, al que seguramente respeten hasta que se sientan lo suficientemente fuertes como eliminarlo o, al menos, descristianizarlo (en su forma actual procede de la Alemania protestante del siglo XVII, por lo que su secularización ha sido resultado tan sencilla como la de las sociedades de las que procede).
No siempre fue así. Tras la revolución bolchevique, en la Unión Soviética se desató una feroz campaña antirreligiosa que incluyó la prohibición de los abetos durante la Navidad; patrullas bolcheviques rondaban las calles tratando de adivinar su presencia detrás de los muros de los hogares. Todo el proceso culminó cuando en 1929 se abolió la Navidad, recuperada de nuevo en 1935 con un sentido ya plenamente diferente. Reapareció entonces el abeto, al que ya nadie adivinaba como elemento relacionado con el cristianismo.
La batalla contra la Navidad en la Unión Soviética, como parte de una más amplia campaña anticristiana, fue auténticamente feroz. La ironía suprema fue que la enseña con la hoz y el martillo fue arriada oficialmente…el día de Navidad de 1991.
En España
El ayuntamiento de Madrid es buen ejemplo de esto. Desde que Podemos llegó a la alcaldía de la capital, la acometividad de los munícipes ha ido aumentando sin rebozo. Carmena se ha negado a poner el belén en lugares públicos alegando que “no todos los madrileños son católicos”; algo que hay que tomarse a broma teniendo en cuenta las iniciativas del ayuntamiento al respecto de, por ejemplo, el orgullo gay. ¿O creerá Carmena que todos los madrileños son homosexuales?
Como tal cosa es improbable, hay que acordar que la alcaldesa emplea los argumentos en función de los objetivos que se ha propuesto conseguir. No importa que los primeros resulten confusos si los segundos están claros.
Pero es cierto que si no hubiera habido una previa adulteración de la Navidad, por la vía del consumismo, tendrían mucho más difícil que estas medidas encontraran acogida en una parte de la población -con toda seguridad minoritaria- pero, sobre todo, que apenas suscitara más que protestas marginales aunque el disgusto pueda ser generalizado entre casi todos.
Nuestra tradición
La del belén es, sin duda, una tradición que podemos considerar como propia porque, aunque su origen no sea autóctono, tiene en España dos siglos y medio de existencia. Fue importado por Carlos III cuando, a la muerte sin descendencia de su hermano Fernando VI en 1759, hubo de venir a Madrid desde su reino de Nápoles. De allí trajo la costumbre medieval de representar la escena del portal de forma escultórica.
Si bien su representación simbólica es mucho más antigua (en los frescos del siglo IV de San Sebastián Extramuros, se conserva una figuración del pesebre, mula y buey incluidos), no fue hasta el siglo XIII cuando San Francisco se empeñó en su celebración; apenas unas décadas después de la genial invención de Francisco, en el siglo XIV, los hijos del Poverello habían logrado que el pueblo llano adoptase con entusiasmo el hábito de representar la escena de la cueva de Belén.
El caso es que el extranjerizado monarca Borbón -Carlos III- importó a nuestro país, entre unas cuantas novedades acogidas con variable fervor, la del belén. Según costumbre, pronto la aristocracia madrileña comenzó a imitar los hábitos de la corte y a adornar por Navidad sus hogares con aquellas figuritas de cera o de madera que evocaban el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
En unos años, el pueblo llano, como había sucedido en Italia (y como sucede siempre en todas partes) emulaba a su elite dirigente -nobiliaria, en este caso-, y apenas faltaba casa en la que se recordara lo que ya se conocía como “Nacimiento”.
Y en el resto del mundo
De España pasó la costumbre a América, que los franciscanos utilizaron para sus propósitos evangelizadores, con lo que el belén sufrió ciertas modificaciones, que incluyeron la presencia de especies vegetales endémicas de la zona y otras alteraciones de parecido jaez.
Mediado el siglo XIX, el belén alcanzó a buena parte de Europa y, ya en el siglo XX, incluso a los Estados Unidos. Hoy, los países católicos del viejo continente, entre los que se encuentran los latinos, germánicos y no pocos eslavos, pueden presumir de una larga tradición belenística. Es cierto que esta ha dado lugar a una amplia diversificación, tan plural como es de suponer, pero con una mayoría de elementos comunes.
Entre estos, la costumbre de mantener la exposición de los “nacimientos” entre las señaladas fechas del 8 de diciembre y el 2 de febrero. O lo que igual: entre la Inmaculada Concepción y la Candelaria.
Feliz triunfo, pues, de la catolicidad latina, esta hermosa celebración de Navidad pervive a lo largo de los siglos, pese a la actual acometividad laicista.
Seguro que también supera este delicado trance; no sería el primero, y no será el último.