«Ser es defenderse», RAMIRO DE MAEZTU
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Monago y el aborto

Lo que llama poderosamente la atención en el debate nacional sobre el aborto es, primero, la escasísima altura de los detractores de la reforma, y segundo, el escasísimo interés del propio Gobierno por defender su proyecto.

José Antonio Monago, el presidente autonómico de Extremadura, es un hombre afable, cercano y serio. Es uno de los pocos políticos con los que puedes hablar sin tener la impresión de estar siendo despreciado o, alternativamente, de estar perdiendo el tiempo. Lo sé porque le conozco. Y porque le conozco, me han sorprendido enormemente sus declaraciones sobre el aborto. Unas declaraciones que son un tremendo error intelectual.

Monago, sustancialmente, dice que nadie puede obligar a una mujer a ser madre. Es un argumento muy socorrido que presupone, sin embargo, algo muy discutible, a saber, que la mujer tiene un derecho personal absoluto a decidir sobre su maternidad. Eso no es así. La mujer, como el hombre, puede tener un derecho personal absoluto a decidir sobre su sexualidad, es decir, sobre si mantiene o no relaciones sexuales y con quién. Pero, desde el momento de la concepción, entra en liza otra realidad personal distinta que es la del niño, eso que los legisladores llaman el nasciturus, lo cual por pura lógica limita el derecho del vientre que lo alberga.

No es tan difícil entenderlo: usted tiene un derecho personal a la propiedad, pero ese derecho viene naturalmente limitado por el derecho del prójimo. Del mismo modo, parece razonable que el derecho de una mujer a disponer del fruto de su vientre venga limitado por el derecho de éste a existir. Eso por no hablar del derecho del padre, asunto que sistemáticamente se ignora cuando se habla de estas cosas. No, amigo Monago: uno tiene derecho a ser soberano sobre su cuerpo, por supuesto, pero también debe ser responsable de las cosas que hace con él; sobre todo cuando en el trance aparece un cuerpo distinto, el cuerpo de otra persona, que también tiene sus derechos. Y nadie –ni madre, ni padre, ni hermano ni vecino- tiene derecho a prescindir del prójimo.

En un plano más general, lo que llama poderosamente la atención en el debate nacional sobre el aborto es, primero, la escasísima altura de los detractores de la reforma que propone Gallardón, y segundo, el escasísimo interés del propio Gobierno por defender su proyecto. Respecto al primer asunto, ese del argumentario de los detractores, aún estamos esperando que alguien diga algo capaz de suscitar una reflexión seria. Los socialistas se han echado una vez más al monte de la demagogia y están recurriendo al cliché ultrafeminista de los perversos machos que conspiran contra la libertad de las oprimidas mujeres, versión “de género” de la lucha de clases que pasa por alto algo esencial, a saber, que entre los bebés abortados hay también centenares de miles de niñas cuyos derechos nadie tiene en cuenta. Otrosí, desde el mundo progre Rosa Díez ha criticado la reforma en nombre de la “pluralidad” y la “laicidad”, y uno se pregunta qué tendrá que ver el culo con las témporas, porque la condición personal del embrión no es un asunto de fe, sino de genética. Y así sucesivamente.

Al final, el argumento del “derecho de la madre” –eso que el eufemístico nihilismo oficial de la ONU llama “salud reproductiva”- nos devuelve a una especie de primitivismo sexual, como el de esos pueblos que ignoraban la relación entre el coito, la fecundación y el embarazo. Da la impresión de que todo conduce a absolutizar el derecho a la sexualidad y emanciparlo de sus consecuencias fisiológicas. Es un proceso inherente al camino de la modernidad: con la reforma protestante –lo explicaba Hegel- la voluntad individual se afirma ante Dios, con la Ilustración la voluntad individual se afirma ante el conocimiento, con la revolución francesa la voluntad individual se afirma ante el orden político… Hoy, con la fabricación de estos nuevos “derechos”, la voluntad individual pretende afirmarse frente a la naturaleza, y hay razones para preguntarse si la operación no será enteramente descabellada. Porque la ideología, por más que lo intente, nunca conseguirá variar el ritmo de la naturaleza.

¿Una coacción sobre la libertad humana? Sí, sin duda. Pero una coacción con la que no tenemos más remedio que convivir. Adorno y Horkheimer –en la izquierda deberían sonar estos nombres- decían en su Dialéctica de la ilustración que todo intento por emanciparse de la coacción natural termina conduciendo a un aumento de la coacción natural. Es la imagen del tipo que desvía un río para construir viviendas en el llano desecado: al final el agua vuelve a su curso y arrasa inevitablemente lo que el hombre construyó. Del mismo modo, rebelarse contra esa forma de “coacción natural” que es la reproducción terminará inevitablemente llevando a la mayor de las coacciones, que es simplemente la extinción.

Los políticos, a los que se presupone un cierto interés por la cosa pública, deberían elevarse un poco sobre su búsqueda desesperada del voto y tomar conciencia de las implicaciones a largo plazo de sus ideas u ocurrencias. Si China está erradicando hoy la atroz política del hijo único no es porque los comunistas chinos de repente se hayan hecho católicos, sino porque aquel intento de eliminar la “coacción natural” había terminado haciendo insostenible el Estado. Si Rusia está hoy reduciendo drásticamente el número de abortos y poniendo toda suerte de trabas a las uniones homosexuales no es porque Moscú se haya hecho reaccionario, sino porque el país se había hundido en una recesión demográfica que anunciaba su aniquilación en medio siglo. Aquí, en el blandito occidente, estamos en la actitud inversa: hemos afirmado solemnemente nuestro derecho a aniquilarnos y no toleraremos que nadie nos lo discuta. No cabe imagen más gráfica –ni más patética- de eso que se llama “el fin de la Historia”.

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