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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

40 años de la Carta de Argel

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Sin que ningún medio se hiciera eco de ello, el pasado día 4 de julio se cumplieron 40 años de la aprobación en Argel de la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos. La Declaración, compuesta por una treintena de puntos que sucedían a un Preámbulo que se dibujaba sobre el nuclear tiempo de silencio marcado por la existencia de dos bloques, el norteamericano y el soviético, y las secuelas de la época de descolonización, llegaba casi tres décadas después de que se hiciera pública la Declaración Universal de Derechos del Hombre y tan sólo uno antes de que en Londres se aprobara la Declaración universal de los derechos del animal,de cuyos efectos ya nos hemos ocupado anteriormente. Individuo, pueblos y aquellos miembros del reino animal que así lo merecían a los ojos de la Liga Internacional de los Derechos del Animal, veían, en mayor o menor grado de consciencia, cómo sus derechos quedaban recogidos negro sobre blanco.

En el caluroso julio de 1976, invitados por el Frente Polisario, asistieron unos cuantos españoles a la Conferencia Internacional dedicada a África: Antonio Masip Hidalgo, Emilio Menéndez del Valle, Fernando Mariño Menéndez, terna vinculada a la socialdemocracia española, y un joven Gustavo Bueno Sánchez, quienes coincidieron con Josep Ribera Pinyol, elemento clerical catalán que dirigía Agermanament, dependiente del Arzobispado de Barcelona que más tarde se transformaría en el Centro de Información y Documentación Internacionales en Barcelona, y el independentista canario Antonio Cubillo, que habría de sufrir un atentado personal que sin duda hemos de relacionar con las tensiones vividas en un archipiélago que, según Otero Novas, vio amenazada su pertenencia a España si no se incorporaba a la OTAN.

Como alguno de los asistentes, en concreto el ecuatoguineano Cruz Melchor Eya Nchama, ex miembro de la Organización Juvenil Española de la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas, se encargaron de señalar, la Proclamación contenía en su propio título la semilla de la confusión, pues ¿qué debía entenderse por «pueblo»? En efecto, «pueblo» puede interpretarse de diferentes modos, como así ocurriría de inmediato por parte de algunos de los participantes pero también de ciertos ausentes. En julio de 1976 Francisco Franco había cubierto su ciclo biológico, si bien desde el mismo arranque de su mandato la palabra «pueblo» había sido profusamente empleada. Sirva como ejemplo el hecho de que en el Fuero del Trabajo, redactado bajo el influjo ideológico de esa F.E. y de las J.O.N.S. de cuya pertenencia se ufanaba Ella Nchama, fechado en Burgos en la guerracivilista primavera de 1938, ya se hablaba en su Preámbulo de «pueblo español» en este contexto:

 

«Renovando la tradición católica, de justicia social y alto sentido, humano que informó nuestra Legislación del Imperio, el Estado Nacional, en cuanto es instrumento totalitario al servicio de la integridad patria, y Sindicalista, en cuanto representa una reacción contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista, emprende la tarea de realizar —con aire militar, constructivo y gravemente religioso— la Revolución que España tiene pendiente y que ha de devolver a los españoles de una vez para siempre la Patria, el Pan y la Justicia.

Para conseguirlo —atendiendo por otra parte a cumplir las consignas de Unidad, Libertad y Grandeza de España— acude al plano de lo social con la voluntad do poner la riqueza al servicio del pueblo español, subordinando la economía a su política.»

Como puede comprobarse, el pueblo al que aludía el Fuero, al margen de esencialismos originarios y determinismos históricos, era la propia Nación española –si bien se emplea la fórmula «Estado Español» en convivencia con el término «Nación»- sin distinciones particularistas.

Sin embargo, 38 años después, con el falangismo apaciguado por vías como las de la Central Nacional Sindicalista trufada de individuos procedentes de otros predios obreristas, incluidos algunos rescatados de la CNT, con la emergencia, en los desarrollistas años 60, de unas Comisiones Obreras en las cuales la aportación eclesiástica –ya presente en el Fuero- eclipsó a los representantes del marxismo, el texto había perdido vigencia, quedando sus aspiraciones como objeto de reivindicación de organizaciones como el Partido del Trabajo, en el que militó el leninista Juan Verdejo Lucas, hijo de destacado falangista que el 13 de agosto de 1976 pagó con su vida la realización de una pintada que pedía pan, trabajo y libertad.

Desactivada la totalización sindicalista, la nacional también iría erosionándose en paralelo, apoyada en diversos grupúsculos obsesionados con la búsqueda o creación de determinadas comunidades diferenciadas que prefigurarían las estructuras autonómicas pseudonacionales presentes. Fueron ellos quienes peor digirieron el artículo 21 que tanto comprometía sus distáxicas intenciones:

 

«Estos derechos deben ejercerse respetando los legítimos intereses de la comunidad en su conjunto, y no pueden servir de pretexto para atentar contra la integridad territorial y la unidad política del Estado, cuando éste actúa en conformidad con todos los principios enunciados en la presente declaración».

El punto 21 venía a desactivar cualquier intento de lectura interna legitimadora del secesionismo que desde los años cincuenta fue reorganizándose en España por varias vías que oscilan entre el independentismo más montaraz y el federalismo. Prueba de hasta qué punto hizo daño tal artículo es el hecho de que algunos sectores del mundo político español, en particular los representantes de las sectas catalanistas y vasquistas, se aprestaron a llevar a cabo su borrado en las publicaciones que de la Declaración se hicieron, un intenso lavado para el cual fue de gran ayuda la habitual presencia de agua bendita. Sirva este artículo como recuerdo de aquellos argelinos días.

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