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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Eugenio D’Ors: más allá de la modernidad, la tradición

 

Me han preguntado mil veces qué autores hay que leer para construirse una visión del mundo alternativa a la descomposición presente. Me faltan ciencia y sabiduría para contestar a esa pregunta, pero sí puedo contar qué autores me han marcado y por qué. Por supuesto, sigo buscando. Hoy: Eugenio D’Ors.

Las naciones no dan un genio todos los días. Por eso, cuando aparece uno, conviene no olvidar nunca su nombre. Es el caso de Eugenio D’Ors, una de las grandes figuras de la cultura española del siglo XX, hoy injustamente relegado. Escritor, ensayista, periodista, filósofo, crítico de arte… D’Ors es importante porque vio muchas cosas con más claridad que nadie y sus respuestas siguen teniendo vigencia hoy: vio los límites de la racionalidad científica, concibió una teoría de la estética que sigue viva, supo entender la existencia humana como una mezcla hirviente de razón y espíritu, de ciencia y vida. Es urgente redescubrir a Eugenio D’Ors.

Una creatividad desbordante

D’Ors era catalán: nació en Barcelona en 1881. Sus primeros años son inseparables del riquísimo ambiente cultural de aquella Cataluña que pasaba del siglo XIX al XX. Es la Barcelona del modernismo, la de la Sagrada Familia de Gaudí. Eugenio D’Ors se cría en esos ambientes literarios y culturales. Mientras estudia Leyes y Filosofía, colabora en multitud de revistas y frecuenta las tertulias de moda. Pero D’Ors es ya de otra generación y el modernismo se le queda pequeño: le fastidia su individualismo, su naturalismo, su sentimentalismo. La otra opción, que es el ruralismo y el folclore, le parece estéril. D’Ors siente que hay que cambiar las cosas. Se ha enamorado de Grecia y Roma, de la universalidad del canon clásico. El nuevo siglo –piensa D’Ors- tendrá que traer una renovación cultural y ésta sólo puede estar en la vigencia permanente de lo clásico. Rompe con el modernismo y crea otra cosa: el Noucentismo. Su aliento es anchísimo: nada menos que una renovación a fondo del espíritu de la sociedad.

Termina sus estudios de Leyes en 1903 (con Premio Extraordinario), pero D’Ors no está hecho para los tribunales, sino para el estudio y la reflexión… y la acción. Deja Barcelona y marcha a Madrid a estudiar el doctorado en Leyes. Por supuesto, el horizonte universitario no basta para llenar sus aspiraciones. D’Ors es un tipo de una creatividad desbordante.

Continuamente se le ocurren cosas que acto seguido pone por escrito. El periodismo le ofrece la oportunidad de hacerlo. Pero no basta una sola firma para sellar toda su producción, así que, como hizo Pessoa, D’Ors echa mano de los heterónimos: nuestro hombre es Xenius, pero es también Octavi de Romeu, Juan de Deu Politeu, El Guaita. No sólo escribe, sino que también dibuja, y entonces firma como Miler o Xan. Y no sólo escribe y dibuja, sino que también traduce, y entonces adopta la personalidad de Pedro de Llerena. En 1906 se va a Paris como corresponsal de La Veu de Catalunya y se convierte en un nuevo personaje: Pinpin Nicolson.

El torbellino vital de D’Ors se encauza en ese año de 1906. Vuelve a Barcelona para casarse con la escultora María Pérez-Peix, una atractiva mujer de gran personalidad, y se la lleva a París. Al mismo tiempo, focaliza toda su reflexión en las glosas: unos breves comentarios diarios en prensa, normalmente al hilo de la actualidad, pero concebidos como auténticas píldoras filosóficas. El Glosari va a ejercer inmediatamente una influencia notable en el ambiente cultural catalán. Y tiene, además, un objetivo expreso: sentar las bases de la reforma moral, social y cultural de Cataluña. Es el comienzo de una obra extraordinaria: dieciséis años de presencia diaria, cerca de 4.000 glosas.

Becado por la Diputación de Barcelona, D’Ors puede entregarse al estudio con absoluta independencia en París. Acude a los cursos de Bergson, Butroux, Madame Curie… Se interesa por la filosofía y la psicología experimental. Descubre la escuela del Pragmatismo anglosajón, que supeditaba la acción humana a una dimensión puramente utilitaria: “Lo que yo hago lo hago porque me es útil”. D’Ors aprecia el planteamiento, pero se propone superarlo: junto a esa dimensión utilitaria hay otra de carácter estético, gratuito, sin la que no se entiende la vida del hombre. Así empieza a alumbrar grandes síntesis: junto a la utilidad, la belleza; junto a la ciencia, la filosofía; junto a la razón, la vida.

Homo faber, homo ludens

Todas esas síntesis son la columna vertebral de su primera gran obra: La filosofía del hombre que trabaja y que juega, aparecida en 1914. Y de esta obra hay que hablar un poco, porque aquí está ya la médula del pensamiento d’orsiano. Muy sucintamente: para D’Ors no hay diferencia radical entre el trabajo y el juego, entre la necesidad y el arte, entre la utilidad y la belleza. Todo lo que el hombre hace contiene al mismo tiempo ambas dimensiones: la científica, técnica, económica, racional, y la creativa, estética, gratuita, lúdica. La racionalidad científica no basta para

entender esto y, por tanto, no es el único modelo de racionalidad posible. Por esa vía llega D’Ors a dos puertos: uno, el arte; el otro, la religión.

La religión, para D’Ors, no es un simple sentimiento, como cree la racionalidad científica, ni se agota en la Psicología; es más bien una expresión de la libertad creadora del hombre, ese impulso espiritual que lleva a ordenar la naturaleza que nos rodea y que sólo puede entenderse cuando la enfocamos como experiencia, como vivencia: “La esencia de la religión me parece consistir en la irreductible conciencia que tenemos de una libertad personal”, escribe D’Ors a Giner de los Ríos. Todos vivimos una experiencia dual: por un lado está lo otro, lo externo, el mundo de las cosas, que nos ofrece una resistencia; por otro lado estamos nosotros, el yo, que es la libertad entendida como acción espiritual. Todo lo otro, lo ajeno, lo que nos ofrece resistencia, podemos estudiarlo, organizarlo, clasificarlo, dominarlo: ese es el campo de la ciencia. Pero el otro campo, el del yo, el de la libertad, que es experiencia del espíritu, ese no podemos encerrarlo en ninguna operación mental; es el territorio de la religión.

D’Ors, que no es un pensador religioso, atribuye sin embargo al cristianismo un papel decisivo en la formación del espíritu occidental. Entre otras cosas, explica que el cristianismo ha introducido en la cultura la cuestión del trabajador y la cuestión de la mujer, redimiendo a ambos de la condición esclava que tenían en la cultura antigua y otorgándoles una dignidad que les permite entrar en la ciudad nueva.

Mientras tanto, D’Ors ha vuelto a Barcelona. Como no puede estarse quieto, en 1912 se licencia en Filosofía y al año siguiente se doctora. Al mismo tiempo ejerce como secretario del Institut de Estudis Catalans. Mirando más lejos, se presenta a la cátedra de Psicología Superior de Barcelona. Será un fracaso: sólo cuenta con el voto favorable de Ortega y Gasset. Pero acto seguido es nombrado Director de Educación Superior en el Consejo de Pedagogía de la Mancomunidad de Cataluña, y ese nombramiento le va a permitir llevar a cabo su gran sueño noucentista: una reforma a fondo de la cultura catalana. D’Ors sueña con una Cataluña abierta y culta, que reencuentre la universalidad del clasicismo mediterráneo; una Cataluña “romana”, lejos del estrecho folclorismo aldeano, muy por encima de ese regionalismo que ya empieza a verse nacionalista. Será, sin embargo, un nuevo fracaso: sólo dos años le dejarán ocupar el cargo. Inmediatamente cae sobre D’Ors una catarata de envidias, suspicacias y vanidades. En 1920 la Asamblea General de la Mancomunidad escenifica un debate sobre la política de D’Ors que tiene algo de auto de fe: Xenius es juzgado y condenado. Harto, el filósofo abandona Cataluña. Le espera Madrid.

El episodio catalán fue malo para la decencia, pero bueno para la filosofía. D’Ors, liberado de otras obligaciones, vuelve a escribir, ahora en castellano, lengua en la que es tan brillante como en catalán, y que multiplica su proyección nacional e internacional. Reanuda su Glosario en el ABC. Disfruta de largas estancias en Argentina y en París impartiendo cursos, dando conferencias, representando a España en instituciones internacionales. En 1927 ingresa en la Real Academia Española.

En busca de un canon

A estas alturas, el pensamiento de Eugenio D’Ors ya está completamente decantado. ¿Dónde está D’Ors en este momento, intelectualmente hablando? Está en la crítica de la modernidad. Para empezar, abomina de la idea de nación. D’Ors no es nacionalista. Piensa que “la nación es un monstruo que nunca dice bastante”. Al nacionalismo, que considera una superstición, opone el ideal de la universalidad, que entiende como Catolicidad, Humanidad, Ecúmeno. Y para empezar, apuesta por una federación de Estados que permita superar las guerras nacionales. Es la misma idea que, muchos años después, inspirará el nacimiento de la Unión Europea. Pero ahora, años veinte, aún estamos muy lejos de eso. Lo más que se ha creado es una asociación internacional, la Sociedad de Naciones, que en realidad sólo es el escenario del protagonismo de los vencedores tras la primera guerra mundial. D’Ors la ve con gran desconfianza: encuentra que al invento le falta sinceridad. El tiempo le daría la razón.

Además de criticar el nacionalismo, D’Ors ensalza la tradición. D’Ors es tradicionalista porque cree que en la tradición se encuentran todos los desarrollos posibles del presente. Es muy conocida su fórmula: “Todo lo que no es tradición es plagio”. Y es verdad que todo ha cambiado y que el mundo ha dado la vuelta, pero quedan las estatuas griegas y las catedrales góticas. Queda el espíritu. El espíritu es hijo de la cultura y la cultura es incomprensible sin la tradición. Por eso, cuando se quiebra el hilo que nos une a la tradición, se arruina la cultura y se extingue el espíritu. El filósofo no ignora que eso es exactamente lo que está ocurriendo en Europa, y lo denuncia sin tregua. El pensamiento y la inteligencia están desapareciendo en un mundo que va a ser destrozado por una lucha sin piedad entre el capitalismo y el proletariado. En una glosa de abril de 1919 escribe:

“Este desprecio del pensamiento, que reina hoy en todas las clases, constituye un grave peligro social. Un país, todavía más que un individuo, necesita de un cerebro sano y bien equilibrado. La atropellada marcha del dinero, la orientación de todas las fuerzas de un país hacia la producción

industrial y comercial, la preocupación exclusiva del desarrollo económico, conducen siempre a catástrofes. Las grandes épocas de nuestra historia han sido aquellas en que el pensamiento era franco, poderoso, honrado, soberano”.

Como otros muchos pensadores de su tiempo, Eugenio D’Ors desconfía de la democracia, las instituciones liberales y el parlamentarismo, que, recordémoslo, acaban de hundirse con estrépito entre la revolución rusa y la primera guerra mundial. El filósofo concluye que no hay política viable sin autoridad, y eso exige acabar con el “despotismo de las mayorías” y la “esclavitud del número”. ¿Apuesta, entonces, por una dictadura? Tampoco. Entre dictadura y democracia, D’Ors se inclina más bien por una suerte de autoridad ética que garantice la jerarquía frente a la anarquía. Y un instrumento vital para ello tiene que ser la selección de los mejores en una sociedad organizada en torno a corporaciones, donde las personas participen según su función.

El pensamiento político de D’Ors es todavía brumoso –en realidad, nunca dejará de serlo-, pero va a ir perfilándose poco a poco al hilo de la realidad política española. Los años 30 en España son convulsos y el filósofo no va a permanecer al margen. D’Ors dibuja un compromiso político nítido, muy crítico con la II República, y aspira a una reforma en profundidad del régimen. Así lo escribe en El Debate en noviembre de 1933:

“¿Y si hoy empezara en España OTRA República? Porque ya nos hemos todos decidido a no hablar en abstracto, sino en concreto. A no decir: «La República», sino «ESTA República». ¿Si, a la que hemos conocido hasta ahora —MATERIALISTA en su filosófica médula; REVOLUCIONARIA en sus ideales; DISGREGADORA y conducente a Babel en su estructura; BEOCIA en los gustos; SOEZ en los modos; JACOBINA en los procedimientos; ABSOLUTISTA en el concepto de la propia entidad— reemplazara otra, aplicada a ser, por la inspiración, CRISTIANA; por los ideales, órgano de CULTURA; UNITARIAMENTE reconstructiva y sedienta de Roma; CLÁSICA, en los gustos; PATRICIA, en los modos; JURÍDICA, en los procedimientos; HISTÓRICA, en el concepto de la propia función? Con esta nueva República, ¿se podría colaborar? De Cádiz a Irún, del Ferrol a Valencia, muchas vacilaciones, juveniles sobre todo, se lo preguntan; tal cual, nos lo preguntan. Contestamos: No sólo se podría, sino que, HOY, se debería. Y no sólo colaborar, sino gobernar.”

Y muy poco más tarde, en 1934, proclama sus principios para una política de misión.

Las misiones de la política

D’Ors cree que el Estado tiene tres misiones. La primera es la Educación, y eso se consigue a través del humanismo; la segunda es la Selección, y el instrumento ha de ser la jerarquía corporativa o hereditaria; la tercera misión del Estado es la Autoridad, y para ello lo mejor es la unidad de mando. D’Ors sintetiza eso en tres principios: Roma, Europa, la idea de Imperio.

“Cada hombre, un servidor. Cada servicio, una dignidad. Cada dignidad, un deber. Cada deber, una técnica. Cada técnica, un aprendizaje. (…) Toda misión debe ser católica, es decir, universal. Apostólica, es decir, escogida. Romana, es decir, una. (…) “Siempre habrá pobres entre vosotros”, dicen. Cuidar de que no sean siempre los mismos. Ni secar fuentes, ni doblarse a torrentes. Hacer grande a un pueblo contra sí mismo. No seguir la opinión: precederla, fabricarla. Ni servir a señor que pueda morir”.

Con esas ideas, nadie se extrañará de que D’Ors, al estallar la guerra civil, se alinee con el bando de los sublevados. Fue, además, un compromiso a fondo. Sus tres hijos se enrolaron en el ejército nacional. El propio D’Ors –cincuenta y ocho años en aquel momento- dejó París, donde vivía, y se presentó en Pamplona con boina roja y camisa azul. Reanudó su Glosario en el diario Arriba y comenzó inmediatamente a trabajar para la España de Franco. En 1938 fue nombrado secretario perpetuo del Instituto de España, que era la entidad que reunía a todas las Reales Academias. Después, como Jefe Nacional de Bellas Artes, se encargó de una tarea decisiva: recuperar el tesoro artístico expoliado por el Gobierno del Frente Popular, y especialmente los fondos del Museo del Prado. Eugenio D’Ors será uno de los nombres fundamentales de la cultura española en el primer franquismo. Quizá por eso resulta hoy tan complicado recuperar su figura.

Inquieto hasta el final, el maestro publica en 1947 su última gran obra: El secreto de la Filosofía. D’Ors era consciente de que había construido un pensamiento singular: una “filosofía de batalla”, una “metafísica de andar por casa”, decía él. Su voluntad de enlazar razón y vida escapaba a los sistemas cerrados. Sin embargo, sí había sido capaz de crear un eje de pensamiento, una columna vertebral. Podemos definirlo así: la vida hace el camino de ida, la filosofía hace el camino de vuelta. Las grandes escuelas del siglo anterior, el racionalismo y el positivo, habían construido esquemas teóricos grises, sin vida. D’Ors reintroduce la vida en el pensamiento. El pensamiento no es sólo razón: también él es percepción, figura, intuición. La razón por sí sola no basta para entendernos, porque no

es capaz de dar cuenta del lenguaje, del arte, la música, la religión, la sexualidad… Cuando la razón se deja bañar por todas esas cosas, entonces se convierte en inteligencia. Y ese es el camino correcto.

Es difícil decir cuánto del pensamiento de D’Ors queda hoy en pie. Eso afecta especialmente a sus ideas políticas. El pensador político da respuestas a preguntas concretas, pero éstas siempre van vinculadas a unas circunstancias temporales determinadas y, por tanto, tienen fecha de caducidad. Sin embargo, los ejes fundamentales del pensamiento de Eugenio D’Ors siguen siendo válidos: la fidelidad a la cultura clásica y a la tradición, la superación del nacionalismo, la interpretación del arte y de la religión como esferas irreductibles a la razón científica… Ahí sigue habiendo un vivero inagotable de sugestiones. Eso es lo que hace grande a Eugenio D’Ors.

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