En un legendario sketch del grupo ingles Monty Python en su película de 1979 todavía-no-prohibida ‘La vida de Brian’, cuatro miembros del Frente Popular de Judea, nada que ver con el Frente Judaico Popular, ni siquiera con el Frente Popular Judaico (sección suicida), mantienen un animado debate en la matinal infantil de un coliseo a propósito de la revelación de uno de ellos, Stan, que así se llama el activista, que anuncia que quiere ser mujer y que le llamen Loretta.
Nihil novum sub sole, como se lee en el Eclesiastés: «No hay nada nuevo bajo el sol. Si hay alguien que dice: ¡Esto es algo nuevo!. Esto ya existía siglos antes de nosotros».
Siempre ha habido un Stan que ha querido ser Loretta y no fue hasta el siglo XX cuando la psiquiatría superó a la religión que condenaba la desviación y dio nombre al trastorno mental: disforia de género. Lo que antes se consideraba una aberración moral que atentaba contra lo natural pasaba a ser una patología y, por lo tanto, necesitada de diagnóstico y tratamiento. Hoy, no hay psiquiatra alguno que no acepte que en ciertos casos, la terapia hormonal y la cirugía de cambio de apariencia de sexo, pueden ser —insistimos, en ciertos casos—, una solución eficaz para que el disfórico tenga una mayor calidad de vida al reconciliar su percepción con la apariencia.
Pero el mundo avanza —o lo que quiera que sea que haga— muy rápido y a partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín como símbolo del fracaso del socialismo, la izquierda viró sus ojos hacia las bioideologías de base liberal como una forma política de alterar las conciencias para transformar el consenso social. Lo que el comunismo no consiguió con la lucha de clases y la transformación de las estructuras de poder, se podía conseguir, y de manera mucho más fácil, con el empleo de la autodeterminación personal, el artificio y la propaganda.
Que es lo que, inadvertidamente, señalaron los Monty Python en el mismo sketch. El grupo inglés recurrió a lo cómico e hizo que Judith, una de las activistas del FPJ, ofreciera una solución política a la necesidad de Stan de ser Loretta: aprobar por votación —es decir, por artificio— que aunque Stan, perdón, Loretta, no pueda parir por carecer de matriz, «podemos acordar que tiene todo el derecho a parir como símbolo de su lucha contra la opresión». A lo que el único cuerdo de la reunión sentencia: «será como símbolo de su lucha contra la realidad». Los mayores recordarán las carcajadas en los cines. Hoy, el sketch de los Monty Python se ha convertido en anteproyecto de ley aprobado en el Consejo de Ministros —y Ministras— del Gobierno bioideológico de España.
Si el anteproyecto de ley es finalmente aprobado por las Cortes, que lo será, la disforia de género ya no será una patología médica —algo curioso en un Gobierno que ha hecho encendidas protestas sobre el respeto a la Ciencia—, sino que dotará a Stan del derecho de autodeterminarse frente a la realidad sin ningún tipo de prueba, testigo o informe psiquiátrico. Por lógica política, el Gobierno ha previsto, igual que lo prevé la primera ley trans autonómica que padecen los ciudadanos de la Comunidad de Madrid desde 2016, que ese proceso de autodeterminación personal cuente con la fuerza del Estado para acallar cualquier tipo de crítica o de oposición con severas multas, invirtiendo la carga de la prueba —cómo si no— al tiempo que incorpora a las aulas, los currículos y las oposiciones, el adoctrinamiento en este nuevo derecho humano. El macarthismo ha vuelto. De otra manera, pero peor.
Ha habido quien en las primeras horas ha reaccionado aullando a la luna sobre el hecho de que la ley protege la idea de que los menores de edad también puedan acceder sin más requisitos, sin informes médicos y sin autorización paterna al Registro Civil, a y a todos los catálogos de discriminaciones positivas y de prestaciones de nuestro sistema sanitario —¿por qué, si no es una patología?—, pero con ser grave dar esa capacidad a un menor sin que haga falta en esa transición el acompañamiento de la psiquiatría y de sus tutores, no es lo esencial.
Lo fundamental de este anteproyecto de ley es que impone la victoria política de otra norma de derecho positivo, pero esta elevada a la enésima potencia. La mera voluntad del legislador que hasta ahora imponía sus deseos pasando por encima de cualquier otra consideración legal, histórica o de sentido común, se permite ahora, y por primera vez, alterar la naturaleza con desprecio de la ciencia.
Con el concurso melifluo de esa derecha que sólo sabe vivir en el consenso (el PP ya ha asegurado que hace falta una Ley Trans, no esta, pero sí una) y la sola oposición de VOX, las posibilidades que se le abren a la izquierda son infinitas en este proceso génerofluido y blando de destrucción de la razón. ¿Y los partidos nacionalistas por qué no se oponen en un asunto que parece transversal? Es más que evidente que un Estado que permite la autodeterminación de algo autoindeterminable como es el sexo biológico, tendrá extraordinariamente difícil argumentar en contra de la autodeterminación de cualquier convención artificial, por muy moral que sea. España, por ejemplo.