«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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3 de diciembre de 2022

Con la Salud no se juega

Si hay un derecho fundamental de prestación que a pesar de su juventud ha calado en España hasta formar parte esencial del ser de los españoles es el de la Sanidad gratuita. Un derecho social construido despacio a lo largo del siglo XX, impulsado con energía por el régimen franquista y después consolidado, aunque fracturado en autonomías, en democracia. Tan grande fue la adhesión emocional, que la sanidad pública llegó a ser el lugar en el que millones de españoles encontraron un refugio en el que serenar su frustración por todo lo que iba —y va— mal en España, incluso hasta aceptar el mito de que teníamos la mejor sanidad del mundo.

La pandemia de covid-19 disolvió como un azucarillo aquel mito. El relato fantástico que cantaba la eficiencia del sistema de salud público se desmoronó y los españoles empezamos a ver los fallos estructurales, algunos de extraordinaria gravedad, como lo es el reparto artificial de responsabilidades en materia de sanidad entre el Estado y las comunidades autónomas que reduce de manera ostensible la eficacia del sistema.

Hoy sabemos que el método de enseñanza está mal diseñado porque genera frustración y mata a la larga miles de vocaciones. Sabemos también que la balanza entre licenciados y plazas ofertadas está desequilibrada. Sabemos que en la búsqueda constante de la supuesta eficiencia —usar los mínimos recursos para obtener un resultado—, miles de sanitarios están condenados a una eventualidad que impide, y esto es mortal, la creación de equipos consolidados en los hospitales y centros de atención. Sabemos que hay diferencias inaceptables en los sueldos del personal entre comunidades autónomas. Sabemos que esos sueldos, hasta los mejor pagados, están muy por debajo de la enorme exigencia académica y profesional a la que están obligados nuestros médicos y enfermeros. Sabemos que el derecho a la sanidad, no sólo a la de urgencias, concedido graciosamente por este Gobierno en 2018 a cualquier inmigrante ilegal que viva en España, no sólo alienta el efecto llamada, sino que afecta de manera grave la atención que reciben los españoles y pone en riesgo el principio constitucional de estabilidad en las decisiones presupuestarias.

Sabemos bien que soportamos la competencia desleal de otros países europeos que como Francia o el Reino Unidos pagan a los médicos y enfermeros españoles sueldos de políticos españoles. Reconocemos que el Ministerio de Sanidad es una cartera vacía que se suele ofrecer al más incompetente —el pandémico socialista Salvador Illa como ejemplo perfecto, aunque los hay a puñados y de todos los partidos—.

Conocemos, y padecemos, las angustiosas listas de espera, con diferencias injustas entre españoles por su lugar de residencia. Vemos, y sufrimos, el uso partidista y político que los sindicatos hacen de los fallos del sistema que ellos mismos no quieren corregir, sino que contribuyen a perpetuar…

Podríamos seguir, pero lo más importante  no es lo que nosotros sabemos, sino lo que cualquier lector español ha visto, escuchado o padecido de las ineficiencias de nuestro sistema de salud, sobre todo en los últimos casi tres años.

Casi tres años en los que no se ha hecho nada para solucionar ni uno siquiera de los problemas estructurales de un sistema que en los próximos años se tensionará al máximo cuando deba atender la pandemia de vejez (y por lo tanto, de atención médica) de los boomers, hasta ahora contribuyentes netos, que en breve dejarán de serlo y pasarán a ser perceptores absolutos de atención médica.

Es tal la magnitud del problema, el que padecemos hoy y el que padeceremos mañana, que sólo la recuperación de las competencias transferidas a las taifas autonómicas y una política sanitaria nacional, racional, previsora, de mando único, profesional, generosa y, sobre todo, apartidista, podrá evitar que la salud de los españoles vuelva a colapsar y acabe destruyendo lo único que durante todos estos años parecía funcionar en España y que hoy sabemos que sólo medio funcionaba.

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