Nadie que no sufra de un pérdida notable de atención podrá decir que votó al PSOE para indultar golpistas, apoyarse en filoetarras, imponer leyes identitarias, socorrer a los malversadores o rebajar las penas a los violadores. Igual que nadie que haya votado al PP podrá decir que lo hizo para que este partido acepte sin oposición toda la agenda social de la izquierda, renuncie a proteger la libertad de pensamiento o mantenga, e incluso amplíe en determinadas regiones en las que ha gobernado o gobierna en solitario, leyes ideológicas que convierten la sinrazón, e incluso el delito, en derechos.
Mucho se habla estos días, aunque de una manera superficial, como corresponde a las decadentes sociedades occidentales, del fenómeno de la degradación cognitiva que nos afecta a casi todos.
Resulta evidente, para cualquiera que conserve los sentidos de la vista y del oído, que hay una relación de causa-efecto entre las constantes interrupciones del mundo tecnológico que nos rodea y la limitada capacidad de concentración a la hora de afrontar tareas complejas como el estudio, la lectura, el trabajo y, lo que es más preocupante, la reflexión crítica.
Alguno dirá que esas constantes interrupciones tienen una sencilla solución: desconectar. Pero no es tan fácil. La inmensa mayoría de esas interrupciones ofrecen gratificaciones instantáneas que no requieren de esfuerzo intelectual alguno y crean un hábito de consumo, como las drogas, del que es muy difícil desengancharse.
Por desgracia, esta degradación cognitiva, sobre todo en lo que se refiere a la ausencia de un pensamiento crítico e informado, resulta una ventaja formidable para determinadas ideologías y opciones políticas que aprovechan con una enorme eficacia el deterioro de nuestra capacidad de análisis.
Un ejemplo de todo lo anterior lo encontramos en la sociedad española. En contraste con tiempos pasados en los que fue una sociedad viva y dinámica, proclive a la protesta frente a las injusticias, hoy predomina un estado general de anestesia producido, sin duda, por esa degradación cognitiva que impide que prestemos la necesaria atención al proceso acelerado de adulteración del espíritu, y aun de la letra, de la Constitución española de 1978 que lleva a cabo este Gobierno y que continua la labor destructiva de anteriores Ejecutivos.
Pongamos sólo un ejemplo. Nuestra Carta Magna, en el punto primero de su primer artículo, proclama que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».
Cualquiera que no haya sucumbido a la degradación del conocimiento que advertimos, sabe que desde 1978 hemos retrocedido en libertades (como la de pensamiento y la de expresión), que se ha legalizado la injusticia (con subversión de la carga de la prueba), que la igualdad de los españoles de las diferentes regiones es irreal, que hay discriminación por razón de sexo, y que el pluralismo político es inexistente en la mayoría de las instituciones y órganos del Estado, como el Tribunal Constitucional.
Por desgracia, la misma degradación cognitiva fomentada por los partidos de Gobierno dificulta el análisis crítico que requiere recordar con precisión los antecedentes al tiempo que opaca las consecuencias perniciosas de sus políticas, una de las más evidentes es la ruptura del contrato ético que se establece entre el ciudadano y su representante político a través del voto, como queda demostrado en el primer párrafo de este editorial.
Urge, por lo tanto, que los españoles nos centremos. Pero no en el sentido ideológico-geográfico del espectro político, sino en el de parar durante unos instantes, ver, recordar y reflexionar con honradez hasta comprender que esta España blanda, woke, dependiente, empobrecida y con su futuro amenazado, no es lo que la inmensa mayoría queríamos que fuera. Y a partir de ahí, votar en consecuencia.