La guerra por el caos en los trenes de Cercanías desatada entre el Estado y la Comunidad de Madrid, por más que risible puesto que sólo es una guerra de desinformación en tiempos electorales—la competencia de los Cercanías es exclusiva del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, y punto—, obliga a una reflexión sobre los defectos observables del Estado de las Autonomías.
El primero, sin duda, es la constatación de que el Gobierno nacional, que controla el Estado, puede facilitar o dificultar de manera ilegítima la vida de los habitantes de una región española dependiendo de si hay, o no, congruencia política entre el partido que habite en La Moncloa y el que esté al frente de esa comunidad autónoma.
Esto es inaceptable. No tanto por lo que tiene de enésima demostración de que el perverso sistema partidocrático que sufrimos lo enfanga todo, sino porque son los ciudadanos normales y no los políticos de coche oficial, helicóptero superpuma o falcon que no conocen ni conocerán lo que es un hacinamiento mañanero en un vagón de Cercanías, los que sufren las consecuencias de las luchas partidistas.
Otra reflexión, esta de mayor calado, es el daño objetivo que estas guerras entre el Estado y las regiones constituidas dentro de una estructura federativa en pequeños Estados (muchos de ellos, inventados sin causa histórica alguna que lo justifique), causan a la nación.
Además de los daños al ciudadano corriente, estas guerras electorales ocasionan una disolución de la idea nacional cada vez que el Gobierno rebaja a determinados españoles a la raquítica condición de meros habitantes de una autonomía a la que es posible perjudicar con fines electorales.
En este reparto de culpas, las Comunidades Autónomas no salen indemnes. En vez de proponer soluciones nacionales, los partidos que gobiernan las autonomías, sobre todo cuando son adversarios del Gobierno central de turno, parecen desear el agravio para así exacerbar un falso —y por lo tanto , peligroso— hecho diferencial con fines electorales. Esta táctica es parte de la estrategia separatista conocida y consentida durante las últimas décadas. Pero también la usa el Partido Popular cuando promueve para su beneficio electoral el hiperregionalismo de las autonosuyas que gobierna, como es el caso de Madrid. En algunos casos, como en Galicia o en Andalucía, hasta alcanzar niveles irreparables de fomento del nacionalismo.
Por una cosa o por otra, o por las dos a la vez, en esta guerra electoral entre el Estado/Gobierno y las autonomías, las víctimas son los españoles corrientes y la unidad nacional sin la cual no hay nada. Víctimas demasiado importantes como para que no sintamos la necesidad de reformar un sistema autonómico partidocrático carísimo y defectuoso que, además, desvertebra España.