En la hora de la muerte de Silvio Berlusconi, todo lo que pudiéramos escribir sobre él, sobre sus éxitos, sus fracasos, sus excesos y su descomunal patriotismo, apenas alcanzaría a rascar la superficie de una vida que ha merecido la pena vivir y que ha tenido un impacto tremendo sobre millones de personas, y no sólo en Italia.
Entre hagiografías que no necesita y biografías revanchistas que Silvio Berlusconi no merece, en La Gaceta preferimos recordar al hombre de Estado que desde una posición permanente de profundo amor por su patria y una visión europeísta, supo entender desde el principio que el futuro sólo podrá construirse desde el respeto a la soberanía de las naciones.
Fue Berlusconi, sin duda, quien como líder de una fuerza incardinada dentro del siempre dúctil Partido Popular Europeo, apoyó a los partidos soberanistas del Este de la Unión. Fue él, antes que nadie, quien comprendió con clarividencia y generosidad que el porvenir de Italia estaría mejor en las manos de una política de raza soberanista, las de Giorgia Meloni, que en las suyas propias.
Todo, por supuesto, sin desmerecer la trayectoria de un hombre sin miedo, que jamás rindió su bandera de libertad y que supo organizar una revolución comunicativa inédita que armó la posibilidad de crear una derecha combativa y orgullosa, bien distinta al modelo entreguista y sumiso de la derechita italiana de corte democristiano. Esa que un día temimos que fuera eterna y que, hoy, en gloria esté.
Juzgar la figura de Berlusconi sólo como político es absurdo e injusto. Il Cavaliere fue un hombre genial, creativo, excesivo y dueño de una osadía que usó casi siempre para el bien de Italia, de la Europa de las naciones y también para el suyo propio. Que tomado todo en su conjunto, está fenomenal. Descanse en paz.
