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10 de abril de 2022

Le Pen, contra todo lo que está mal en Francia

Marine Le Pen, líder de Agrupación Nacional y candidata a la Presidencia de Francia (Alexis Sciard / Suma Press / Contactophoto)

Hace 20 años saltó la sorpresa y sonaron las alarmas. Un candidato alternativo, Jean-Marie Le Pen, se coló en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas con un discurso en el que alertaba de los gravísimos peligros objetivos que una política de sumisión a la inmigración ilegal y al islamismo iba a suponer para los valores republicanos y la identidad de los franceses.

En aquel momento, las elites francesas, los mismos perros con distintos collares —socialistas y gaullistas conservadores— agitaron el famosísimo miedo a la ultraderecha (esa etiqueta absurda entonces, y mucho más hoy) y reivindicaron juntos los nuevos valores europeos del multiculturalismo y del globalismo para dar una victoria abrumadora a Jacques Chirac que revalidó mandato y que, por supuesto, no hizo nada para neutralizar los peligros que había denunciado Le Pen. Tras él, llegó Nicolas Sarkozy, que sí que trató de aplicar una política de mano dura con la inmigración, lo que le valió ser repudiado por el buenismo europeo y por su propio partido. Su sucesor, el socialista François Hollande, aparte de convertir el Eliseo en un picadero, no hizo nada, sino todo lo contrario. Emmanuel Macron, el socioliberal, menos que nada.

Hoy ya no queda apenas nada de los dos grandes partidos que se sometieron a la corrección política multicultural, fueron suimisos al islamismo y cobardes ante la violencia de los musulmanes violentos de segunda y tercera generación. El Partido Socialista (Anne Hidalgo) está al borde de la extinción y la derechita francesa (Valérie Pécresse) boquea moribunda mientras los informes oficiales cuentan que hay 750 áreas de exclusión (no-go-zones) del imperio de la ley en las que los islamistas imponen la sharía como norma esencial de conducta y en las que la Gendarmería y los franceses viejos —blancos— no son bienvenidos. El viejo zorro de Le Pen tenía razón, pero qué más da tener razón si no te votan para cambiar las cosas.

Tras la unión temporal de partidos que supuso la abrumadora reelección de Chirac en 2002, la hija de Jean-Marie, Marine Le Pen, decidió ampliar las bases electorales del partido. Cambió su nombre, mató al padre, lavó la imagen, limpió cualquier rastro de antisemitismo y se lanzó a por el voto de los trabajadores, a por el voto de la Francia que madruga y que tiene una no-go-zone cerca de su casa, algo que las elites parisinas ni siquiera han visto de lejos. El discurso sobre los peligros de la inmigración ya no es ni necesario. La inmigración no europea de corte islamista en Francia ya no es un peligro, sino una realidad absoluta y catastrófica.

Durante estos años, Marine Le Pen ha pulido todas las carencias de su partido, sobre todo en el aspecto económico, y ha creado una fuerza nacional sin tics antiguos y que ya no agita miedos, sino que moviliza el descontento general de una población empobrecida no sólo en lo económico, sino en lo identitario.

El presidente Macron, por su parte, agitará de nuevo el miedo a la ultraderecha. Pero esta vez es posible que no funcione. Por fin. En buena parte gracias a la impactante campaña del formidable Eric Zemmour, ese pequeño tertuliano berebere judío —como se define a sí mismo—, que arrastra masas de jóvenes reaccionarios, pero no votos, y que ha coleccionado en beneficio de Marine Le Pen todas las etiquetas con las que ella hace cinco años perdió las elecciones contra Macron.

Un partido serio, un programa completo, una campaña más que notable y Eric Zemmour, han dado como resultado que Marine Le Pen sea hoy una candidata con posibilidades de disputar la victoria frente a todo lo que está mal en Francia. Que es mucho.

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