Cada día, desde un cómodo despacho ministerial rodeado de escoltas, desde un escaño protegido e indemnizado, o desde la tribuna millonaria de una televisión subvencionada del duopolio, un izquierdista caviar, en la expresión perfecta que acuñó el periodista peruano Aldo Mariátegui, clama a favor de la acogida y protección de todos los menores inmigrantes ilegales magrebíes y subsaharianos no acompañados que consigan llegar a España gracias a mafias multimillonarias que burlan los insuficientes recursos que emplea el Gobierno en la defensa de la frontera sur de Europa.
Esta apelación a la idea de que el Estado, como institución estable de la soberanía nacional, tiene una obligación de acogida, protección e inserción de los menores de edad extranjeros, elimina de manera irreflexiva la responsabilidad de los Estados de origen de esos inmigrantes. Estados que incluso se permiten usar a sus menores emigrantes como válvula de presión con varias posiciones de intensidad en sus negociaciones comerciales y militares con la Unión Europea.
Desde sus cómodos sillones, sus escoltas y pertrechados detrás de los muros videovigilados de exclusivas urbanizaciones serranas, la izquierda caviar alimenta políticas sentimentales y pasea una supuesta supremacía moral mientras descarga el cuidado de los llamados menas en el Estado, en las administraciones locales y autonómicas, en el dinero de los contribuyentes y en la inmensa paciencia y el trabajo abnegado de las organizaciones católicas. En resumen: en todos, menos en ellos mismos.
La realidad es que nuestras instituciones son incapaces de proveer la tutela efectiva de tantos miles de menas (15.000 sólo en el quinquenio entre 2014 y 2019) que constituyen, datos cantan, un problema objetivo de inseguridad y un quebranto económico especialmente gravoso en tiempos de crisis porque impone una factura mensual enorme en conceptos como alojamiento, educación, vigilancia policial, actuaciones judiciales y atención médica.
El hecho de que esta izquierda buenista aliente la presencia en nuestra sociedad de estos menores no educados en origen y que no comparten muchos de los valores de una sociedad occidental culturalmente cristiana, supone, además, un daño objetivo para los propios menas. Los menores deben estar siempre con sus familias, porque es en el seno de la familia donde se educa, se protege y se guía. En ausencia certificada de familia, deben ser los Estados de origen los que tutelen a sus menores nacionales.
Todo lo demás, todo el buenismo y el sentimentalismo a la hora de abordar esta cuestión, es retórica. Y no son buenos tiempos para abusar de la retórica.