Desde hace unos pocos días, España tutela alrededor de 1.500 menores extranjeros más, en su mayoría marroquíes, que, por su bien y por el respeto a sus derechos, no deberían estar aquí. Esa es la verdad y no es poliédrica, ni subjetiva, ni cuestionable.
Otra verdad es que una suerte de racismo supremacista subyace en el panorama de los medios de comunicación españoles, dominados por la progresía y por la subvención, que consideran que los menores africanos que fueron lanzados a tierra española estarán mejor tutelados por un Estado extranjero que por sus padres o por sus propios Estados.
Ese pensamiento neocolonialista, compartido por una izquierda política que cabalga sus contradicciones con una falta absoluta de pudor, hace un daño objetivo no sólo a España, obligada en virtud de no sabemos qué ley a aceptar la responsabilidad de la tutela de unos menores —en su inmensa mayoría jóvenes y no niños—de difícil inserción en una sociedad democrática y occidental, sino a los propios menores.
La Convención sobre los Derechos del Niño, firmada en 1989, y ratificada tanto por España como por Marruecos, señala que los Estados respetarán los derechos y los deberes de los padres, de la familia ampliada y de la comunidad a fin de preservar la identidad del menor y que, en el caso de que sean privados ilegalmente de esa identidad, como por ejemplo lanzándolos a un país extranjero, los Estados deberán asistirlos a fin de que la recuperen lo antes posible. Su identidad, no la nuestra.
En este sentido, Marruecos, en origen, y España, como final, vulneran el derecho inalienable de los menores a estar con sus familias y sólo en el caso de que estas hayan desaparecido o no se pueda conocer su comunidad, deberá ser el Estado del que es nacional el menor el que se haga cargo de su derecho primordial a la preservación de su identidad. Un Estado como el marroquí, que ha aumentado su presupuesto de Defensa desde 2017 en más de un 29 por ciento hasta los 4.700 milones de dólares (International Institute for Strategic Studies, 2020; Arabian Aerospace, 2020; Hatim, 2020), parecería, en principio, no sólo capaz de ello, sino obligado a ello.
Recurrir, como recurren los partidos de la izquierda, del centro moderado y los medios que les son propios, a argumentarios sensibleros y lacrimosos —y racistas— sobre la supuesta supremacía de un Estado extranjero que debe acoger, tutelar y cuidar a todos los menores que lleguen a territorio europeo de forma ilegal, muchos de ellos usados como ‘niños ancla’ para futuras reunificaciones familiares, es una bajeza moral que, eso sí, va acorde con los tiempos de mediocridad política y de miedo cerval de los periodistas al rigor informativo.