«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
EDITORIAL
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17 de abril de 2022

Pase de mí este Burger King

Cartel publicitario de Burger King en Semana Santa.
Cartel publicitario de Burger King en Semana Santa.

En toda la historia de las series de televisión, jamás ha habido una como ‘Mad Men’ cuyo título haya definido con tanta perfección a los personajes de la trama. En aquel caso, a los publicistas.

Para sobrevivir a ese submundo de estrés permanente, hipertensión y competencia feroz, se requiere excelencia, unos fabulosos creativos y unos ejecutivos de cuentas con úlceras sangrantes capaces de vender con una sonrisa un plato de arroz a un chino… y que el chino repita.

Pudo ser Rockefeller quien dijo que si sólo tuviera un dólar para crear algo, se gastaría un centavo en la cosa en sí y 99 centavos en la publicidad. La frase, con todas las exageraciones, nos da una idea de la tremenda presión que soportan las agencias de publicidad a la hora de ganarse los centavos. Brutal, exagerada, despiadada. El mundo de la publicidad, esa fábrica de viudas jóvenes, necesita que el dúo creativo-ejecutivo funcione y se complemente. De nada sirve crear la mejor campaña del mundo si el ejecutivo no es capaz de convencer a un cliente de que su inversión va a funcionar y de que van a ser legiones los que compren un refresco carbonatado negruzco repleto de excipientes, edulcorantes artificiales y que nadie es capaz de explicar a qué sabe porque, hey, es la chispa de vida o el sabor de una generación.

Si lo hemos dicho ya, lo repetimos. La publicidad necesita trabajo duro y constante de creación, modificación y adaptación a distintas áreas de conocimientos como la estadística, la sociología y la psicología. Nuestro respeto a los grandes publicitarios que crearon en nosotros la necesidad de beber leche con grumos flotantes chocolateados no tiene límites.

Hay veces, y eso también lo entendemos, que el creativo se ve perdido, sin ideas. Quizá por pereza, quizá por desidia, crea una campaña desatinada que debería ir directa a los cubos de reciclaje de las agencias. A veces, poquísimas, gracias a unos ejecutivos de cuentas capaces de venderle un submarino azul y amarillo a la Armada rusa y gracias también a un cliente con menos luces que una calle de Pyongyang, una campaña de publicidad estúpida se cuela en nuestras vidas.

Así que recordemos, aquella de los automóviles Ford en el que para vender lo espacioso que era el maletero de unos de sus nuevos modelos, el creativo colocó tres mujeres atadas y amordazadas. Mala idea. O aquella otra del constructor surcoreano Hyundai en el que un tipo trataba de suicidarse inhalando monóxido de carbono del tubo de escape de su coche, pero fracasaba por las bajas emisiones del automóvil en cuestión. O esa otra en la que una conocida marca de ropa mostraba a un niño negro con un jersey en el que se leía «el mono más molón de la jungla». Pésima idea.

Pero si ha habido una campaña que haya causado el efecto contrario al que pretendía, esa la vimos hace pocos años con el fabricante de cuchillas de afeitar Gillette que para ir con la moda del movimiento #MeToo aireó un comercial en el que atacaba la masculinidad y ridiculizaba a los hombres a los que quería vender sus maquinillas de afeitar. Por las pérdidas de poco menos de 5.000 millones de euros que sufrió Gillette, se puede deducir que bastantes hombres llevamos barba desde entonces y que cuando algún día nos afeitemos, lo haremos (alerta de referencia boomer) con el cuchillo de Cocodrilo Dundee o con la navaja de Sweeney Todd. Con cualquier cosa antes que con una gillette.

Es verdad que algunas veces, pero muy pocas, esa combinación mortal de creativos sin ideas, ejecutivos sin escrúpulos y clientes lerdos, ha parido campañas de publicidad que han intentado mofarse de la religión, la cristiana, en concreto, para vender algo. Está probado que no funciona, que jamás ha funcionado y que así que pasen mil años, no funcionará. Si, por ejemplo, alguien en el Gobierno australiano pensó en 2018 que era una buena idea usar el padecimiento de Jesús en la cruz para una campaña de donación de órganos, se equivocó. Lo mismo que se equivocó la casa de apuestas irlandesa que hace cinco años se anunció en los periódicos británicos con la imagen de una mano clavada a una cruz y el lema «clavamos nuestros bonos». Ambos tuvieron que rectificar y pedir perdón. Y los cristianos los perdonaron. Setenta veces siete si hace falta.

Pero cuando pensábamos que esa combinación imperfecta de inutilidad, falta de escrúpulos y memez ya estaba desterrada del mundo de la publicidad, llega una cadena de comida rápida llamada Burger King y para vender una hamburguesa vegana (oxímoron) en plena Semana Santa, abstinencia de comer carne y en Sevilla, se le ocurre mofarse de la religión usando como eslogan publicitario una de las frases claves de la última cena previa a la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Mala idea.

Mal por el creativo que la ideó. Mal por el ejecutivo de cuentas que la defendió y de pena, para llorar, por el cliente estúpido —Burger King— que la aprobó. Entendemos las dificultades en las que puede encontrarse un creativo para hallar una idea con la que vender la necesidad de comerse una hamburguesa sin carne con pepinillos y un trozo de lechuga entre dos trozos de pan insípido. Pero la culpa de que eso sea muy difícil de tragar, tanto como de publicitar, no la tienen que pagar los cristianos. A lo mejor sería buena idea pedir perdón, no sea que a igualdad de ganas de comer un trozaco de carne picada entre pan insípido, optemos por otros establecimientos de comida rápida al grito de «pase de mí este Burger King» igual que no nos afeitaremos más con una gillette por los siglos de lo siglos.

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