A un Rey no se le debe despedir en la nación que reinó con un funeral privado. Por más república que sea por decisión de sus nacionales, la democracia griega se rebaja cuando niega su pasado y agravia una vez más, incluso en la hora de su muerte, al que una vez fue su Rey y aceptó pagar el precio de sus errores y el exilio para evitar que la defensa de la Corona provocara el derramamiento de sangre en un nuevo enfrentamiento civil.
Que haya sido un Gobierno de centroderecha, no uno revanchista de izquierdas, sino un socio del Partido Popular Europeo, el que por cálculo electoral, falta de generosidad, desprecio de la Historia o complejos no superados, haya negado un funeral de Estado al Rey Constantino de Grecia, Príncipe de Dinamarca y Duque de Esparta, y haya reducido su despedida a un ceremonia privada, resulta lamentable.
La Historia nos cuenta que Constantino cometió un grave error de juicio al aceptar la dictadura de los coroneles. Sin duda. Pero medio siglo después de su derrocamiento y exilio, una democracia madura como la griega —igual que el resto de las democracias europeas— debería saber leer hoy, sin presentismos ni resentimientos absurdos, el contexto histórico de enorme tensión que se vivía en Grecia en aquel tiempo. Sobre los vivos rescoldos de la guerra civil provocada por la insurrección comunista de 1946 que abrió la Guerra Fría entre los bloques, y bajo la amenaza permanente del comunismo internacional, el Rey Constantino equivocó el modo, pero acertó en su determinación de impedir que Grecia cayera del lado oscuro del Telón de Acero.
Por equivocar el modo, el Rey Constantino pagó con creces durante el resto de su vida, hasta el extremo de perder lo más valioso que tenía: su nacionalidad griega, que jamás recuperó. Lo justo e incluso lo sensato hubiera sido que el Gobierno centroderechista y moderado de la Nueva Democracia del primer ministro Kyriakos Mitsotakis, le hubiera devuelto en la muerte la honra arrancada y hubiera mostrado generosidad, altura de miras, sentido de Estado y rigor histórico; además del don de la oportunidad de demostrar, por una vez y delante de la familia del difunto, de su hermana nuestra Reina emérita de España, Doña Sofía, de las casas reinantes de otras naciones avanzadas y del mundo entero a través de la televisión, que un régimen republicano no tiene por qué ser rehén de un impenitente revanchismo y que dar una digna despedida al que fue el último Rey de los helenos no supone peligro alguno, sino una enorme oportunidad para la concordia.