«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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23-F: Quintana Lacaci y su promesa a Franco

23 de febrero de 1981, 16:22 de la tarde, los españoles estaban pegados a los transistores y los televisores, el diputado socialista Manuel Núñez Encabo se disponía a emitir su voto para la sustitución de Adolfo Suárez que acababa de dimitir.


En ese momento un teniente coronel de la Guardia Civil irrumpe en el hemiciclo, junto a él 200 agentes del Instituto Armado con sus armas reglamentarias. El grito sonó contundente: “¡En nombre del Rey! ¡Quieto todo el mundo!” y la orden de tirarse al suelo.
Desde la bancada del Gobierno salta el vicepresidente, el teniente general Gutiérrez Mellado, que desde su entrada en política había decidido no hacer uso de su uniforme –algunos compañeros de armas decían entonces que era por miedo a un atentado terrorista– y se encara al teniente coronel Antonio Tejero. Se produce un breve forcejeo. Tras ello, un disparo de su pistola reglamentaria al techo de la sala y dos ráfagas de los subfusiles –en total 35 disparos al aire– y se impone la calma en la sala.
Tras los primeros momento de tensión, Tejero separa a varios miembros de la cámara del resto: el presidente del Gobierno en funciones, Adolfo Suárez; el ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún; los socialistas Felipe González y Alfonso Guerra; y el líder del Partido Comunista, Santiago Carrillo.
Las noticias se siguen sucediendo a gran velocidad. Poco después de la entrada en el Congreso de los Diputados, un grupo de militares se incauta de las instalaciones de Radio Televisión Española y el capitán general de la III Región Militar con sede en Valencia, Jaime Milans del Bosch, despliega la División Motorizada “Maestrazgo” que con 1.800 efectivos y decenas de vehículos toma los principales puntos estratégicos de comunicación y administrativos sumándose al pronunciamiento. Tras valencia, otras tres regiones militares se suman. Son la II R.M con sede en Sevilla y con el general Pedro Merry Gordon al frente, la IV R.M con base en Barcelona y el general Pascual Galmescomo máxima autoridad y Zaragoza, cabeza de la V R.M a cuyo mando estaba el general Antonio Elícegui Prieto.
Esa noche, en la que el teléfono de las instalaciones militares funcionó sin descanso, se contaba con nuevas adhesiones: Madrid, Baleares, Canarias, Valladolid y la zona marítima del Mediterráneo dejaron claro que obedecerían las órdenes del Rey, Juan Carlos I. En ese momento se esperaba que el monarca se sumase al pronunciamiento.
Mientras tanto, un grupo de militares entre los que se encontraban el director general de la Guardia Civil, general Aramburu Topete, y el director general de la Policía, general Sáenz de Santa María, situaron su cuartel de operaciones en el Hotel Palace, frente a la sede del Congreso. A media noche era el único centro de poder en España y lo ejercían los militares. En ese momento el general Alfonso Armada acudió al hotel donde se reunió con la autoridad militar, que estaba en comunicación continua con la Casa del Rey, e informó de su intención de trasladarse al Congreso para hablar con Tejero. Era consciente de la realidad: en España, en aquel momento, el futuro estaba en manos de los militares. No existía oposición alguna al golpe militar. Lo que decidieran estos se convertiría en norma en las horas siguientes.
Armada se entrevistó con el teniente coronel de la Guardia Civil, era la autoridad militar a la que se esperaba desde hacía seis horas, pero los objetivos de los dos militares eran muy distintos. Mientras que Tejero pretendía una junta militar con la presencia exclusiva de miembros del Ejército y un papel destacado de Milans, Armada lleva una propuesta de Gobierno de Concentración con representantes de todos los partidos políticos, desde la izquierda comunista del PCE hasta la derecha conservadora de Alianza Popular. Junto a ellos, varios técnicos en diversas materias –periodistas, empresarios y banqueros- y tan solo dos militares en las carteras de Interior y Autonomías.
La respuesta del Guardia Civil fue contundente: “Yo no he asaltado el Congreso para eso”. Armada sale del edificio sabiendo que su proyecto había fracasado. Mientras, los generales siguen esperando órdenes del Rey. Lo tenían claro: no había oposición alguna y lo que ellos decidieran se haría realidad. Sólo había dos opciones: si el Rey Juan Carlos I lo ordenaba, ellos sacarían las tropas a la calle; si optaba por lo contrario, los militares se quedarían en los cuarteles y devolverían, como ocurrió, el poder pacíficamente a los políticos.
Tras la salida de Armada del Congreso, el Rey, con uniforme de Capitán General, ordenó la retirada de las tropas a los cuarteles. En ese momento, el general Guillermo Quintana Lacaci, que estaba conteniendo a los generales a la espera de la decisión del Monarca ordenó a las tropas que ya estaban saliendo de los cuarteles en Madrid que volviesen a las instalaciones. Su explicación, al agradecerle el Rey su labor durante esa noche, era clara: “El caudillo me ordenó obedecer a su sucesor”.
Aquella noche se vivieron escenas que dejaban clara la situación que atravesaba España en aquellos años. Cuando el General jefe de la Guardia Civil, Aramburu Topete, entró en el Congreso para intentar que Tejero depusiera su actitud, el teniente coronel le dijo a su superior que abandonase el edificio o de lo contrario le dispararía primero a él y luego se suicidaría. Mientras Topete abandonaba el edificio se cruzó con uno de los hombres de confianza de Tejero al que dijo: “como no salgáis de aquí os van a matar a todos”, a lo que el agente le contesto: “da igual, allí fuera nos están matando uno a uno”.
Se refería a la oleada de atentados terroristas de la banda de ultraizquierda ETA que en 1978 había asesinado a 65 personas, en 1979 a otras 86 y alcanzó su récord en 1980 con 93. El mismo general Lacaci que jugó un papel tan importante en aquellas horas caería asesinado al salir de misa tres años después. Cuando se recogió su cadáver, su mano derecha que se encontraba dentro del bolsillo de su abrigo tenía asida su pistola reglamentaria con la que había intentado defenderse de sus asesinos. Pero no le dio tiempo a sacarla.
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