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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Los 40 años de Franco vistos 42 años después

A tantos años de la muerte de Francisco Franco como los que el general estuvo al frente de los destinos de España, debería poderse trazar un balance de aquella época histórica desde la serenidad y el análisis.

No negaremos que algo ha cambiado en torno a la figura de Franco. Hoy, se editan libros y análisis que se atreven a discutir los dogmas impuestos durante tres décadas, algo que hace apenas quince años nadie se atrevía a publicar. Se ha abierto una fisura en el frente monolítico de la condena ontológica al franquismo. Cierto.
Creo, sin embargo, que la figura de Francisco Franco y el régimen del 18 de Julio no se podrán analizar adecuadamente hasta que no transcurra más tiempo, mucho más tiempo; hasta que no se decanten los prejuicios de nuestra época; hasta que no se reinstale un anhelo de verdad, hoy completamente ausente y sacrificado al discurso ideológico de los ingenieros sociales; hasta que los beneficiarios de una supuesta –las más de las veces– oposición a tal régimen no dejen de justificarse, a sí mismos y a sus sinecuras, precisamente en virtud de tales méritos.
Es por eso difícil que se tome la distancia adecuada –aquella que reclamaba Ortega para hacer historia; desde donde no se distinga la nariz de Cleopatra- en nuestro tiempo. Y es por eso difícil que seamos capaces de aceptar que el franquismo fue, de entrada, dos cosas: primero, la rectificación de un cierto pesimismo histórico imputable, al menos, a los anteriores ciento cincuenta años de nuestra historia; y de otro lado, el emprendimiento de un camino de transformación del propio país como jamás ha visto, y difícilmente verá, nuestra historia.
El franquismo fue el tiempo en que la sociedad española experimentó las más profundas mutaciones sociales, económicas y políticas de nuestra historia. Lo que el régimen llevó a cabo fue la transformación de una España cuasi neolítica en un país plenamente inserto en la modernidad, con todos los matices que se quieran, asimilado a su entorno geográfico-cultural. Los fenómenos vividos en la España del fin de siglo y comienzos del XXI le deben su génesis –y, por tanto, la posibilidad de haberse producido- a esa gigantesca transformación.
España dejó de ser una sociedad rural, y solo eso ya basta para llenar las realizaciones de un siglo. Pero no fue solo eso: se erradicó de facto el analfabetismo, se disparó la renta per cápita, el consumo de carne, el nivel de vida; las grandes injusticias sociales fueron eficazmente combatidas, el crecimiento económico alcanzó el tercer puesto en el mundo, con cifras en torno al 8% anual para los años centrales de los sesenta; se convirtió al país en la novena potencia industrial del mundo, se desarrollaron planes para suplir las graves carencias impuestas por la meteorología, las condiciones sanitarias dieron un vuelco espectacular (la mortalidad general se redujo a la mitad) mediante una impresionante red de ambulatorios que se extendió por todo el territorio nacional, y frente –no podía ser de otra manera- a la feroz resistencia de las farmacéuticas se levantó la Seguridad Social, sólida garantía para todos los españoles, pero especialmente para los más necesitados. Fue objetivo primordial el procurar trabajo –de forma activa, desde las instituciones gubernamentales– o crear las condiciones favorables para que la inmensa mayoría de la población española accediera a un empleo que le permitiese ganarse dignamente la vida.
Todo ello, en el marco de una paz social y de una creciente sensación de bienestar, cimentada en los seguros sociales y en el crecimiento económico, completamente ausentes, por su amplitud, hasta la fecha. La consecuencia más elocuente de todo ello –una suerte de mixtura entre las ventajas objetivas obtenidas por la población, la sensación de bienestar y confianza y esa ilusión por la existencia que se generó en aquellos años– fue el casi increíble aumento de la esperanza de vida, que pasó de los 50 años en 1940 a los 73 en 1975. Más elevado que el de los Estados Unidos. La mortalidad infantil, que había constituido una verdadera calamidad consuetudinaria, alcanzó, en 1975, unas cifras más bajas que las de Alemania Occidental, quedando en menos de una décima parte de las que el régimen encontró en 1940.
Aún a riesgo de resultar tediosos, es inevitable recurrir a los datos, que hablan más alto que los prejuicios: sólo en cuanto a embalses, durante el franquismo se realizaron 515 nuevas obras, cuando en toda la historia de España se habían efectuado menos de 200 construcciones. España se convirtió en el tercer país del mundo en este terreno, sumando un perímetro de 8.000 kilómetros de costas interiores (el total en kilómetros de las costas marítimas españolas es de menos de 4.000). La población rural pasó de constituir la mitad de la población española en 1940 a suponer apenas la quinta parte en 1975, mientras el sector servicios casi se duplicaba, hasta alcanzar el 40% del total de la actividad económica nacional. La magnitud de las cifras en cuanto al aumento de la renta per cápita deja sin aliento: de los 131 dólares de 1940 a los 2.088 en 1975. La participación de las rentas del trabajo en el total nacional asciende al 60,5%. El analfabetismo decae del casi 30% de 1940 a cifras residuales en 1975, mientras roza el 18% el número de estudiantes sobre el total de la población (los universitarios pasan del 1.5% al 7%).

Un dato especialmente significativo, que desmiente palmariamente el pretendidamente esencial carácter represivo del régimen, es el de la población reclusa: mientras que en vísperas de la Guerra Civil, la cifra de presos era de 32.000, en 1975 la misma se situaba en apenas 9.000 (pese al significativo aumento de población acontecido durante el franquismo). Para el año 2013, el número de reclusos superaba los 70.000 (que, si bien hay que relativizar igualmente por el aumento de población, no podemos dejar de reseñar que la laxitud de las leyes incide en sentido contrario, lo que proporciona una panorámica bastante gráfica del diferente nivel moral de la población española en uno y otro tiempo).

Hay algunas otras cifras a las que raramente se recurre y que resultan, sin embargo, altamente significativas. Entre ellas, las cifras de suicidios, que son las más bajas de la historia desde que hay registros. Lo cual resulta tanto más significativo cuanto que pueden tomarse legítimamente como un referente no solo del grado de aprobación de la sociedad al régimen político, sino como muestra de la confianza en el futuro de los españoles.

En el terreno de las realizaciones sociales la labor fue, sencillamente, ingente. La mayor parte de las instituciones hoy presentes en la vida pública española proceden de aquella época: desde Radio Nacional hasta la ONCE, pasando por la Orquesta Nacional, elInstituto de España, la Agencia Efe, la Escuela Superior del Ejército, la RENFE, el INI, la Magistratura del Trabajo o el CSIC. Pero, entre todas ellas, por su especial significación hay que destacar la tarea realizada desde el Ministerio de la Vivienda.

Consecuencia de la gigantesca transformación, surge una clase media capaz de articular una nueva sociedad, que pasó a ser el sustrato constitutivo de la sociedad española, con lo que, como primera providencia, desaparecían las causas objetivas que impulsaban el enfrentamiento entre españoles. La clase media fue algo más que un colchón entre las clases trabajadoras y las propietarias, constituyéndose en la médula espinal de la propia sociedad española. En el proceso se democratizó verdaderamente la sociedad española, mediante el acceso de estos sectores, ya mayoritarios, al grueso de la riqueza nacional. El hecho cierto es que el grado de convergencia de España con la Europa de 1975 era casi de un 82%; hoy se encuentra apenas en un 72%.

Esa democratización económica trajo otros bienes de la mano, entre ellos la superación de una herencia psicológica que dividía el país entre explotados y explotadores, impidiendo a los primeros sentirse partícipes de la obra común en la historia que llamamos España, por lo que la gigantesca transformación operada vino a representar una especie de proceso nacionalizador de la población. Algo desconocido hasta la fecha por cuanto la verdadera revolución liberal, trenzada sobre el compromiso de la burguesía con las fórmulas políticas y económicas del liberalismo, había estado ausente de nuestra peripecia decimonónica.

La creación de la clase media trajo aparejada una auténtica revolución en los hábitos y en la mentalidad de la sociedad. Resulta llamativo que los verdaderos beneficiados de las políticas del gobierno fueran las parcialidades de la nación que se habían mostrado más adversos a la causa nacional. Basta con echar un vistazo a los niveles de renta de las provincias vascas, al desarrollo de Cataluña, al espectacular aumento del nivel de vida de la población trabajadora, a las deliberadas políticas puestas en marcha desde la dirección política que beneficiaron en grado sumo a la España industrial, a la España periférica, en detrimento de la España tradicional, que era la que se había levantado contra la república.

Paradójicamente, la España que se sublevó el 18 de julio fue literalmente triturada. Y lo fue hasta tal punto que, a la muerte del Generalísimo, bastó a unos timoratos y medradores políticos con vigilar al Ejército, pilar restante de la Victoria, para perder el miedo a las reformas; ni la sociedad, ni mucho menos la Iglesia, se identificaban ya más que, muy someramente, con los principios que habían impulsado a media sociedad –cuanto menos– a rebelarse en 1936 contra un estado de cosas insoportable. Hacía tiempo que el propio régimen había puesto sordina a determinados aspectos de su naturaleza, en provecho de un aggiornamiento modernizador y asimilador, también en lo político.

Todas estas consideraciones deberían bastar para demostrar cuál es el legado de Franco a la Historia de España. El de un régimen que hizo saltar al país de la carreta de bueyes al utilitario, del caserón de adobe al chalé en la sierra, que propició que los españoles aprendieran a leer, que les facilitó un inmenso aumento de bienestar material; un sistema que procuró orden, trabajo, vivienda, paz social, bienestar, seguridad y una vida más larga, próspera y digna de ser vivida.

A modo de resumen, si en España ha habido alguna revolución desde que Escipión holló con la suela de su sandalia la tierra ibérica, ésa es la que tuvo lugar durante el franquismo. Una revolución de dimensiones históricas. Una revolución que transformó España para siempre, sin posibilidad de vuelta atrás. Una revolución  que, en el aspecto material, sumergió a España en la convergencia europea, mientras se resistía –y es materia para otro debate si tal cosa resultaba posible o no, a la postre– a abandonar los elementos definidores de su idiosincrasia tradicional. El salto, nada menos, desde una situación que, de no ser anacronismo, denominaríamos tercermundista hasta la inmersión en el vértigo de la modernidad.

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